La UE acepta el vasallaje de Estados Unidos
Cuando, en julio de 2025, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, apareció junto a Donald Trump en el salón de baile del Turnberry Golf Resort —propiedad del presidente estadounidense en Escocia— pocos imaginaban que ese gesto simbólico anticipaba un acuerdo estratégico que cambiaría las reglas del comercio transatlántico y marcaría uno de los momentos más críticos de la diplomacia europea del siglo XXI.
Entre el campo de golf y las vistas al mar, ambos dirigentes alcanzaron un principio de acuerdo: los productos europeos pagarán un arancel fijo del 15 % para entrar en Estados Unidos, mientras los bienes norteamericanos accederán al mercado europeo sin más barrera que el cero arancelario. Se acordó, además, que la Unión Europea invertirá 600 000 millones de dólares en Estados Unidos en los próximos tres años y adquirirá 750 000 millones de euros en energía sin condicionantes ambientales ni sociales, al tiempo que se mantiene intacta la restricción del 50 % sobre el acero y aluminio europeos en territorio estadounidense.
La Comisión defendió el resultado como un triunfo cuya principal virtud fue evitar el caos mayor que habría desatado un arancel del 30 % previsto por Trump contra bienes europeos. Maroš Šefčovič, comisario responsable por el equipo negociador, lo calificó de “el mejor acuerdo posible en circunstancias adversas”. Sin embargo, esta diplomacia apresurada dejó al descubierto una estrategia vergonzante y un resultado perjudicial para los intereses europeos.
Para contextualizar el acuerdo conviene recordar que antes de Trump la UE enfrentaba aranceles promedio del 4,8 % en EE.UU., reducidos a 1,2 % durante la era post‑TTIP abortado. El nuevo pacto, por tanto, triplica ese promedio, mientras no exige nada parecido por parte estadounidense.
En contrapartida formal no existen concesiones por parte de EEUU: no se eliminan barreras no arancelarias ni barreras técnicas. Sectores como algunos productos agrícolas o digitales quedan fuera de la negociación. De hecho, siguen vigentes las prohibiciones norteamericanas sobre aluminio y acero europeos, que imponen hasta un 50 % de arancel adicional. La UE, por su parte, se compromete a comprar armas, gas natural, petróleo o electricidad norteamericana por valor de centenas de miles de millones, aunque sin texto legal firmado que obligue a transparencia o cláusulas vinculantes.
El primer ministro francés fue contundente al calificarla de “día negro para Europa”, advirtiendo que el acuerdo terminaba con cualquier pretensión de autonomía estratégica europea. Una de las críticas más duras vino del Parlamento Europeo: calificaron el pacto de “sumisión negociada” y anunciaron que presionarían para activar el instrumento anti‑coacción de la UE, al estilo Trump, como respuesta al unilateralismo estadounidense. Al mismo tiempo, ecólogos y economistas hicieron notar el inmenso coste de oportunidad: los 750 000 millones de euros en compra energética podrían emplearse en transición verde, pero se destinarán a engordar compañías norteamericanas —sin que haya cláusulas climáticas vinculantes por escrito. La UE renuncia a todos sus principios en materia social y medioambiental.
La reacción de los responsables políticos europeos ha sido vergonzosa. Con alguna excepción como la del primer ministro francés, los políticos europeos o bien han aplaudido el acuerdo alcanzado por la Comisión con Estados Unidos o se han ahorrado las críticas y han permanecido en silencio ¿prudencia o cobardía? Como español me avergüenzo del silencio de la mayoría de los partidos políticos españoles.
En Bruselas circuló rápidamente un comentario que sintetizó el clima general: “Ursula von der Leyen ignora a los estados miembros y al Parlamento Europeo e impone un trato que merece el veto unánime”. En efecto, el pacto —con su arancel unilateral y obligaciones solo para la UE— constituye una capitulación ante Washington. Algunos analistas le acusan de ser un agente de EEUU. No hay pruebas de ello. Solo indicios.
La asimetría económica del acuerdo es evidente. Esa brecha cambia por completo los márgenes de negociación e inversión futuros. Además, sectores clave como el farmacéutico o el agroalimentario quedan especialmente expuestos sin ninguna reciprocidad equivalente.
Las industrias europeas serán obligadas a absorber un sobrecoste para seguir accediendo a EE.UU., mientras que sus competidores americanos mejoran su posición en Europa, gracias al arancel cero. Esa asimetría no reduce el riesgo económico, sino que lo institucionaliza.
Estos pagos obligados —que en la jerga del vasallaje medieval se denominan “tributo”— vienen en forma de aranceles. La UE se convierte en pagadora neta: acepta directamente arancel que va al fisco estadounidense, sin garantías de ninguna contraprestación económica real o sostenible. Por otra parte, esconde otras obligaciones: los compromisos de inversiones y de compra masiva de energía o armamento. Pagos obligados para mantener “la seguridad” —otro concepto medieval de vasallaje moderno—.
Esto viene a confirmar todo lo que hemos dicho en ocasiones anteriores. Tanto el Plan ReArme de la de las instituciones europeas como la fijación del 5% del PIB para gastos en defensa son simplemente una transferencia de renta de Europa a los Estados Unidos mediante compras masivas de armamento al complejo militar industrial. No se trata de asegurar la defensa europea ni de conseguir la autonomía estratégica ni de tener un ejército ni un cuartel general europeos sino de someternos y hacernos cada vez más dependientes de Estados Unidos.
Sin duda, lo más insultante es la imagen: la líder europea se desplazó al terreno privado de la contraparte, a su club de golf, no a Bruselas ni Luxemburgo. Esa imagen ofende la tradición diplomática europea, desde De Gucht hasta Delors, quienes nunca habrían acudido a un domicilio privado sin soberanía institucional. El hecho de que el acuerdo se anuncie en un salón privado del magnate —no por escrito, sin protocolos ni transparencia— redefine la dignidad institucional como un accesorio ornamental.
Si Jacques Delors presenciara esa escena, habría considerado imposible que la sede de la Comisión fuese un piano secundario en una esquina del salón de su anfitrión, quien casualmente era el presidente de un país con el que pretende imponer sus términos. Esa situación deja herida de muerte la narrativa de una Europa soberana y autónoma.
En estas circunstancias qué sentido tiene pertenecer a la Unión Europea si ésta no defiende a sus Estados miembros, acepta el vasallaje y la sumisión a Estados Unidos. Vasallaje en el terreno comercial, competencia exclusiva de Bruselas, que se añade a la sumisión que la Unión Europea ya había aceptado en términos estratégicos dado que con la guerra de Ucrania se ha convertido en un apéndice y en un acólito de la OTAN y en la OTAN las decisiones las toma el que manda. Es decir, Estados Unidos.
Además, se rompe la solidaridad comunitaria ya que dos estados miembros salen claramente beneficiados frente al resto: Alemania e Italia. Los dos únicos que aplaudieron el acuerdo de inmediato. Quizás porque son los mayores exportadores de coches a EEUU. Uno de los pocos sectores beneficiados por el “acuerdo”.
No en vano Úrsula es alemana y Giorgia Meloni es la pupila de Donald Trump. No en vano el comisario de comercio Maroš Šefčovič, es un báltico cuya rusofobia le empuja al servilismo con los EEUU. Por eso balbucea que ésta es la forma de adaptarse al nuevo mundo: someterse al poder absoluto de Estados Unidos.
El acuerdo ignora el sistema mundial del comercio: impone aranceles por la vía bilateral, no por resolución multilateral, y elimina cualquier expectativa de respuesta proporcional. Esa acción unidireccional vulnera la lógica de reciprocidad funcional que regula la OMC.
Peor aún. La UE, que luchó por instrumentos vinculantes como el TTIP y el CETA con reglas específicas para aranceles, y el ISDS, ahora acepta un arancel unilateral y una negociación de salón incompatibles con los compromisos comunitarios y la protección de derechos adquiridos.
Resumiendo. El acuerdo firmado en esa noche escocesa no es simplemente un mal negocio comercial; es un símbolo de vasallaje institucional, cimentado en la desigualdad y la capitulación. El rediseño institucional que implica deja a la Unión Europea en posición de inferioridad crónica frente a Estados Unidos. Los términos no son fruto de una negociación multilateral ni de un consenso comunitario, sino de una imposición bajo presión económica y amenazante —un modus operandi que antes se creía superado. Al menos, entre socios, amigos y aliados.
Los aranceles impuestos, las inversiones obligadas, las compras masivas y la sumisión silenciosa a Estados Unidos refuerzan un patrón que también se da en otras áreas: en defensa mediante la pauta del 5 % del PIB, en energía con dependencias solidificadas, en tecnología digital con subordinación a los grandes de Silicon Valley. Ahora se añade un capítulo más: unos tributos que la UE pagará sin reciprocidad, blindados por una promesa abstracta de evitar un desastre mayor.
¿Qué se puede hacer?
- El Parlamento Europeo y los estados miembros deben exigir una re-negociación inmediata, exigiendo tarifas cero recíprocas y una revisión legal completa del pacto.
- Los gobiernos europeos deben impulsar un bloque de negociación unido —no los dos o tres que hablaron antes con Trump— si desean preservar algún margen de independencia.
- Finalmente, la UE debe acelerar la transición industrial hacia mercados alternativos (Asia, África, Suramérica) que reduzcan su vulnerabilidad a bloqueos unilaterales.
Europa no puede sobrevivir como actor global si sus responsables políticos renuncian a la solemnidad institucional por un apretón de manos en un club privado. Si este episodio no convoca reformas de fondo, estaremos asistiendo no solo a un mal trato puntual, sino a la redefinición irreversible de la Unión Europea como apéndice subordinado de política exterior y económica estadounidense.
Este acuerdo marca un punto de inflexión: la UE debe decidir si renegocia el pacto o se deja arrastrar hasta su irrelevancia internacional. Los pueblos europeos necesitan una salida. Ahora es el momento de exigir una diplomacia firme, transparente, y que defienda los intereses colectivos que los padres fundadores del movimiento europeo legaron. Porque de lo contrario, el Turnberry Golf Resort quedará grabado como el lugar donde Europa perdió su dignidad.