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«Los aranceles están creando una gran riqueza»: el relato económico de Trump bajo la lupa

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El presidente Donald Trump ha defendido en repetidas ocasiones que su política arancelaria «crea una gran riqueza» para Estados Unidos, presentando los impuestos a las importaciones como un arma económica que fortalece al país frente a sus rivales comerciales.

La frase —«Los aranceles están creando una gran riqueza»— condensa la visión económica de Trump: gravar las importaciones, especialmente procedentes de China y otros grandes socios, no sería un coste, sino una fuente de ingresos que refuerza al Estado y protege a la industria nacional. Según este enfoque, cada dólar recaudado por aranceles equivale a un dólar que entra en las arcas estadounidenses, mientras las empresas extranjeras asumen la factura. La realidad, sin embargo, es más compleja: los aranceles son una herramienta de poder, pero también un impuesto indirecto que podría terminar filtrándose a través de la economía y afectando a consumidores, empresas y cadenas de suministro.

La promesa: riqueza vía recaudación

En el relato de Trump, los aranceles funcionan casi como una renta estratégica: Estados Unidos, como mayor mercado del mundo, puede imponer condiciones. Si un país quiere vender a los consumidores estadounidenses, debe aceptar pagar un peaje. Esa recaudación extra se presenta como «riqueza» que puede financiar gasto público, reducir déficit o sostener nuevas rebajas fiscales.

Además, la Casa Blanca defendía que los aranceles obligan a los socios comerciales a renegociar acuerdos considerados desfavorables. Bajo esa lógica, los impuestos a las importaciones no sólo generan ingresos, sino que se convierten en una palanca para forzar concesiones en otros ámbitos: acceso a mercados, protección de patentes o localización de inversiones.

La pregunta clave es quién soporta el coste. Aunque el discurso político sugiere que son «los otros» —China, Europa, México— quienes pagan, en la práctica el arancel lo abona la empresa importadora estadounidense cuando el producto cruza la frontera. Ese sobrecoste puede absorberse en márgenes empresariales, trasladarse a precios más altos o repartirse a lo largo de la cadena.

Para determinados sectores, especialmente aquellos con menos competencia o productos difíciles de sustituir, el impacto puede acabar recayendo en el consumidor final, que paga más por bienes de consumo, componentes industriales o maquinaria. Esa es la paradoja: una política presentada como fuente de riqueza nacional puede funcionar, en parte, como un impuesto adicional sobre familias y empresas.

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Riqueza para quién

¿Significa eso que los aranceles nunca crean riqueza? No exactamente. Algunos sectores concretos —por ejemplo, industrias que compiten directamente con productos importados— pueden beneficiarse de una protección temporal, lo que les permite mantener empleo, mejorar márgenes o ganar tiempo para modernizarse.

También se genera un flujo de recaudación pública que, bien utilizado, podría destinarse a inversión en infraestructuras, investigación o reducción de impuestos en otras áreas. El problema es que esa «riqueza» no es neutra: se obtiene a costa de otros agentes de la economía, y la balanza entre ganadores y perdedores no siempre es evidente.

Los aranceles no son sólo una variable económica; son un instrumento de poder geopolítico. Trump los ha utilizado como herramienta de presión en disputas tecnológicas, comerciales y estratégicas. El mensaje es claro: quien depende del mercado estadounidense debe aceptar una relación redefinida en términos más favorables a Washington.

En ese sentido, la «gran riqueza» de la que habla el expresidente no se mide sólo en dólares recaudados, sino también en capacidad de influencia sobre cadenas globales de producción, decisiones de inversión y alineamientos políticos. Sin embargo, esa misma presión puede empujar a otros países a buscar mercados alternativos, acelerar su autonomía tecnológica o reforzar alianzas entre sí para reducir la dependencia de Estados Unidos.