Europa

Europa pierde autonomía estratégica: del “soft power” al banco de suplentes

Bruselas

La UE vuelve a hablar de valores mientras el mundo negocia con fuerza militar. Olga Caballero alerta: la Unión ya no decide, acompaña; y el coste del rearme lo pagan hogares y empresas.

Europa está descubriendo, tarde y a contrarreloj, que el tablero internacional ha cambiado de reglas. Donde antes bastaba con influir, hoy hay que disuadir. Donde antes se pactaba, ahora se impone. Olga Caballero García, experta en asuntos públicos y política europea, lo formula con una crudeza que incomoda: la Unión Europea ha perdido autonomía estratégica y, en la práctica, actúa bajo el compás de Washington. En un mundo que gira hacia el poder duro, Bruselas parece hablar desde la grada, no desde la mesa.

El dato que lo explica todo no está en un único indicador, sino en la suma: dependencia militar del paraguas OTAN, fragilidad energética tras años de decisiones erráticas y una incapacidad crónica para construir una cadena industrial de defensa propia. El resultado es un continente que anuncia planes, pero ejecuta lento; que proclama unidad, pero se fractura en cada crisis; que invoca normas, pero asume que solo funcionan si las respalda la fuerza.

La consecuencia es clara: el rearme ya no es una opción estratégica, sino un impuesto político. Y ese impuesto, como siempre, amenaza con aterrizar en el ciudadano en forma de inflación persistente, presión fiscal y recortes invisibles.

El regreso del realismo: cuando las normas dejan de bastar

Durante décadas, Europa construyó su identidad global alrededor de una idea cómoda: el orden liberal basado en reglas. Comercio, interdependencia, instituciones, sanciones y diplomacia como instrumentos centrales. Ese enfoque tuvo éxito mientras el entorno lo permitió. Pero, como advierte Caballero, el sistema internacional se ha deslizado hacia el realismo: cuenta más la capacidad de imponer costes que la habilidad de redactar comunicados.

En términos prácticos, esto significa que el “poder blando” —el prestigio normativo, la capacidad regulatoria, la diplomacia— se ha quedado corto frente a actores dispuestos a asumir fricción, sanciones y aislamiento con tal de ganar posición. El hard power reaparece como moneda de cambio: defensa, industria militar, control de rutas, energía, tecnología crítica. Y el mundo se rearma no por gusto, sino por miedo a quedarse sin disuasión.

El precio de este retorno es doble. Por un lado, más gasto militar: el listón de referencia se ha fijado en torno al 2% del PIB como umbral mínimo de credibilidad defensiva. Por otro, una política exterior más áspera, donde el cálculo sustituye a la retórica. Europa, habituada a arbitrar, descubre que el árbitro sin fuerza acaba ignorado.

Hard power como nueva moneda: disuasión, arsenales y el dilema del coste

La carrera armamentística no es un eslogan; es un ciclo económico. Cuando el mundo se rearma, el gasto en defensa deja de ser excepcional y se convierte en estructural. La disuasión, por definición, exige capacidad visible: sistemas antiaéreos, munición, drones, ciberdefensa, satélites, logística. No es un “kit” que se compra una vez; es una inversión sostenida, con mantenimiento, personal y reposición.

El problema europeo es que llega tarde y caro. La UE se enfrenta a un dilema clásico: gastar más en defensa sin romper su contrato social. Porque, en un continente donde el Estado del bienestar es identidad política, cada euro adicional en seguridad compite con sanidad, pensiones, educación o transición energética. La cifra es incómoda: elevar el esfuerzo hasta el entorno del 2% en países que estaban por debajo implica saltos de varios miles de millones al año, sostenidos, no puntuales.

Lo más grave es el riesgo de ineficiencia. Si el rearme se hace de forma descoordinada —27 compras distintas, estándares incompatibles, producción fragmentada— el coste se multiplica y la autonomía no llega. Se compra más, pero se depende igual. Y el ciudadano ve una factura que sube sin entender qué protección adicional recibe.

Europa subordinada: OTAN, energía y la “autonomía” de escaparate

Caballero pone el foco donde más duele: Europa no es autónoma ni en defensa ni en energía, y eso contamina toda su política exterior. Militarmente, el paraguas de la OTAN —y por extensión Estados Unidos— sigue siendo el garante último. Esa dependencia se traduce en capacidades críticas: inteligencia, transporte estratégico, reabastecimiento, mando y control. Puedes tener soldados; sin soporte, no tienes poder.

Energéticamente, la Unión ha vivido una década de decisiones contradictorias: cierre acelerado de ciertas fuentes, dependencia exterior y sustituciones costosas en momentos de crisis. El resultado es que la energía vuelve a ser geopolítica, no solo economía. Y una Europa con energía cara pierde competitividad, industria y margen fiscal para financiar su defensa.

Este hecho revela una paradoja: la UE quiere “autonomía estratégica”, pero mantiene vulnerabilidades estructurales que la obligan a alinearse. En la práctica, la autonomía se convierte en narrativa: se anuncia en cumbres, se celebra en documentos, pero se diluye al ejecutar. Y cuando llega una crisis, el reflejo es claro: llamar a Washington.

La consecuencia es clara: sin autonomía material, Europa se sienta a la mesa como invitada, no como arquitecta.

Ucrania y las grandes negociaciones: Europa mira, financia y llega tarde

El caso de Ucrania es el espejo más incómodo. Europa ha aportado recursos, sanciones, apoyo político y ayuda humanitaria. Pero, según la lectura de Caballero, en las grandes negociaciones el peso decisivo no siempre pasa por Bruselas. La UE financia, sostiene, amortigua… pero en el momento de definir las líneas rojas y los acuerdos de seguridad, la conversación se desplaza hacia los actores con músculo militar.

Aquí aparece una de las grietas internas: Europa no tiene una voz única. Tiene 27 sensibilidades, historias y geografías distintas. El flanco este prioriza disuasión inmediata; el sur pide estabilidad mediterránea; el centro mira la industria. Esa diversidad no es un defecto en sí, pero se convierte en debilidad cuando el mundo exige velocidad.

Además, la UE paga el coste económico de la tensión: precios energéticos, gasto adicional, presión presupuestaria. Y lo paga con un problema adicional: la legitimidad. Si el ciudadano percibe que su nivel de vida se ajusta mientras las decisiones se toman “fuera”, crece la desafección. El contraste con potencias centralizadas —capaces de decidir rápido— resulta demoledor.

Europa corre el riesgo de ser el financiador de una estrategia que no dirige del todo.

September 9, 2024, Brussels, Bxl, Belgium: Ursula von der LEYEN, President of the European Commission, attends a press conference for the presentation of Mario Draghi's report on Europe's competitiveness in Brussels on 09/09/2024. The report is expected to include key recommendations for Europe's economic future, focusing on investment and competition against the U.S. and China by Wiktor Dabkowski,Image: 906017582, License: Rights-managed, Restrictions: , Model Release: no, Credit line: Wiktor Dabkowski / Zuma Press / ContactoPhoto

El bloqueo interno: liderazgo frágil, visión dispersa y ejecución lenta

La pérdida de autonomía no es solo externa. Es un producto interno. Caballero subraya la ausencia de un liderazgo político firme y de una visión compartida. Y ahí está el núcleo: Europa es fuerte regulando, pero débil ejecutando cuando requiere unidad estratégica.

La UE funciona por consenso. En tiempos de estabilidad, eso genera equilibrio. En tiempos de choque, produce lentitud. Reforzar industria de defensa exige contratos plurianuales, planificación, compras conjuntas y capacidad de producción. Pero el mercado europeo sigue fragmentado: demasiadas plataformas, demasiados proveedores, demasiada competencia nacional. Se intenta armonizar, pero se tropieza con soberanías industriales.

El diagnóstico es inequívoco: Europa tiene potencia económica, pero la traduce mal en poder estratégico. Y cuando intenta corregirlo, llega tarde y paga sobreprecio. Una cifra ilustra el desfase cultural: una inversión defensiva con horizonte de 10-15 años choca con ciclos políticos de 4-5 años y con electorados cansados.

Así, el continente se mueve con prudencia… en un mundo que premia la audacia. No es solo un problema de recursos; es un problema de diseño institucional.

Costes invisibles: el ciudadano paga sin entender el contrato de seguridad

La palabra “rearme” suele aparecer en titulares como si fuese abstracta. Pero tiene traducción doméstica. Más gasto militar significa presión fiscal, deuda o reasignación presupuestaria. Y si se combina con energía cara y crecimiento débil, el ajuste lo sufre la clase media: salarios reales que no recuperan, servicios públicos tensionados, vivienda más inaccesible.

Lo más grave es la falta de transparencia sobre el precio total. El ciudadano escucha que hay que invertir en seguridad, pero rara vez se le explica qué se compra, con qué plazos y con qué métricas. Sin esa claridad, la seguridad se percibe como un concepto distante y la factura, como un castigo. Esa opacidad alimenta desconfianza y abre la puerta a populismos que prometen soluciones simples: “salir del conflicto”, “romper alianzas”, “recortar”.

La consecuencia es clara: sin un relato honesto, el rearme puede fracturar el consenso social europeo. Y sin consenso, no hay estrategia sostenida. Europa necesita explicar que la seguridad tiene coste, sí, pero también que la dependencia tiene uno mayor: perder capacidad de decisión sobre energía, fronteras, industria y tecnología.

Qué puede pasar ahora: tres escenarios para una Europa que decide tarde

Primer escenario: adaptación acelerada. Europa asume la nueva lógica, coordina compras, impulsa industria y construye capacidades críticas. Requiere liderazgo, pedagogía y una disciplina presupuestaria que evite despilfarro. Es el escenario más deseable, pero el más exigente.

Segundo escenario: dependencia permanente. La UE aumenta gasto, pero sin coordinación suficiente; mantiene el paraguas estadounidense como eje y sigue sin sentarse con peso propio en las negociaciones duras. Es el escenario más probable si persisten las divisiones internas: se gasta más, pero se decide igual de poco.

Tercer escenario: fractura política. El coste social del hard power alimenta rechazo interno, las elecciones castigan a gobiernos pro-rearme y Europa entra en un ciclo de zigzag estratégico. En ese contexto, la autonomía no solo no llega: se aleja.

Caballero lanza una advertencia que conviene leer sin dramatismo, pero sin anestesia: el mundo ha cambiado y Europa no puede seguir comportándose como si las normas bastaran por sí solas. La cuestión ya no es si la UE quiere autonomía. Es si está dispuesta a pagar su precio… y a construirla de verdad.