Venezuela

Zelaia descarta una guerra directa entre EE.UU. y Venezuela y analiza la nueva etapa multipolar global

Zelaia descarta una guerra directa entre EE.UU. y Venezuela y analiza la nueva etapa multipolar global

Adrián Zelaia, presidente de Ekai Group, analiza la imposibilidad de una guerra directa entre Estados Unidos y Venezuela y contextualiza el actual orden mundial multipolar tras recientes eventos en Eurasia y tensiones en América Latina.

La presión de Washington sobre Venezuela se vende como una escalada, pero para Adrián Zelaia tiene más de límite que de expansión. El presidente de Ekai Group sostiene que una intervención terrestre masiva es inviable y que el cerco naval, por agresivo que parezca, no ha logrado el objetivo político de quebrar al régimen. A la vez, en Eurasia, el atentado en Moscú refuerza la sensación de vulnerabilidad interna sin alterar el curso estratégico de la guerra.
Zelaia conecta ambos planos con una tesis de fondo: el mundo ha dejado atrás la comodidad del orden unipolar. Estados Unidos sigue siendo la potencia central, pero su capacidad de dictar reglas se reduce en un sistema donde Rusia y China actúan como ejes y donde Europa busca una arquitectura de seguridad que aún no existe.
La consecuencia es clara: 2026 no será un año de gestos, sino de reajustes. Y quienes sigan leyendo el tablero con categorías de hace veinte años llegarán tarde.

La intervención terrestre en Venezuela: coste político inasumible

Zelaia parte de una premisa que corta de raíz el ruido: Estados Unidos no puede permitirse un desembarco masivo en Venezuela. No es una cuestión de voluntad, sino de cálculo. Una operación terrestre requeriría una logística de gran escala, control de espacios urbanos complejos y un horizonte temporal incierto. Y, sobre todo, implicaría un coste humano que la política estadounidense —después de dos décadas de guerras largas— ya no está dispuesta a asumir.

No se trata solo del número de soldados necesarios —que en escenarios comparables suele contarse en decenas de miles—, sino del efecto doméstico. En términos de opinión pública, una intervención con cientos de bajas en los primeros meses puede convertir una ofensiva “quirúrgica” en un problema electoral de primer orden. Ese riesgo, sostiene Zelaia, hace que la opción terrestre quede descartada de facto.

En ese marco, el discurso de fuerza sirve más como palanca psicológica que como hoja de ruta real. “La confrontación terrestre traería resultados tan inciertos que el riesgo supera ampliamente cualquier posible beneficio inmediato”, viene a resumir el analista. Y ese diagnóstico, por incómodo que sea para quienes esperan un giro bélico, explica por qué Washington insiste en medidas de presión indirecta.

Cerco naval y sanciones: mucha presión, poco cambio político

Si la invasión no es viable, el instrumento preferido es el cerco: sanciones, restricciones financieras, operaciones en el mar y presión diplomática. Zelaia reconoce que el despliegue puede parecer contundente, pero subraya un hecho decisivo: no ha producido un cambio político significativo en Caracas. El régimen resiste, se adapta y reconfigura canales de comercio y financiación.

En la práctica, el cerco tiene dos objetivos. El primero, limitar ingresos: cortar exportaciones y encarecer seguros, fletes y pagos. El segundo, provocar fisuras internas: que el coste de sostener el sistema sea tan alto que aparezcan fracturas en la élite. Sin embargo, el patrón observado hasta ahora apunta a lo contrario: la presión externa tiende a cohesionar a los núcleos duros, al menos en el corto plazo.

Zelaia plantea además un ángulo geopolítico que complica la estrategia. Si una parte sustancial del crudo venezolano acaba en Asia, interferir en ese flujo implica rozar intereses de terceros. En un mundo multipolar, incluso una medida diseñada para Caracas puede acabar tensionando relaciones con actores que no están dispuestos a aceptar que Washington controle rutas y contratos de forma unilateral.

La consecuencia es clara: la escalada no es lineal. Llega un punto en que subir la presión añade costes a Estados Unidos sin acercarlo al resultado.

Errores de cálculo: subestimar resiliencia, sobreestimar sanciones

El núcleo crítico del análisis de Zelaia es el error de diagnóstico. Washington, sostiene, subestimó la resiliencia del régimen venezolano y sobreestimó el impacto real de las sanciones. Esa combinación crea un problema estratégico clásico: cuando el plan se construye sobre una expectativa de colapso rápido y el colapso no llega, el margen de maniobra se estrecha.

El resultado es una estrategia atrapada entre dos malos caminos. Si la presión se mantiene, se asumen costes crecientes —económicos, diplomáticos y de reputación internacional— sin garantía de éxito. Si la presión se reduce, se vende como retirada o fracaso. Por eso, según Zelaia, lo más probable es un reajuste gradual, con menos retórica maximalista y más pragmatismo táctico.

Ese giro no sería una derrota explícita, sino una adaptación a un entorno en el que Estados Unidos necesita priorizar recursos. En una agenda global saturada, Venezuela compite por atención con el Indo-Pacífico, con Europa del Este y con la propia economía doméstica. En ese contexto, la intensidad del despliegue podría diluirse conforme avance 2026.

Lo más grave es que, si el diagnóstico inicial estaba inflado por “expectativas” transmitidas desde fuera, la Casa Blanca puede haber comprado una promesa que no se ha materializado: la idea de un golpe interno inminente o de una fractura irreversible en el chavismo.

Moscú y el atentado: vulnerabilidad real, impacto estratégico limitado

Zelaia incorpora el atentado en Moscú como un síntoma, no como un giro. La explosión —en un contexto de episodios violentos recientes— evidencia vulnerabilidades y obliga a reforzar seguridad interna, pero no altera la lógica principal del conflicto. El tablero ruso-ucraniano, sostiene, sigue dominado por dinámicas de desgaste, posiciones distantes y un pulso donde la iniciativa se mide en el terreno y en la capacidad industrial.

En términos psicológicos, un atentado en la capital o en áreas sensibles tiene un valor evidente: demuestra que la seguridad no es absoluta y alimenta incertidumbre. Pero en términos estratégicos, rara vez cambia por sí solo la posición de un Estado. Para que un atentado modifique el curso de una guerra, debe afectar a la cadena de mando, al sistema productivo o a la cohesión interna de forma sostenida. Por ahora, Zelaia interpreta el episodio como un golpe de alarma más que como un factor decisivo.

Ese matiz es importante porque evita el error mediático de convertir cada incidente en un “punto de inflexión”. La consecuencia es clara: la guerra no cambia por un titular, cambia por acumulación de capacidades, por recursos y por voluntad política. Y en ese terreno, la distancia entre las partes sigue siendo enorme.

Europa entre la negociación y el desgaste: el marco lo marca Bruselas

En la visión de Zelaia, Europa no es un actor secundario: define el marco de actuación de Ucrania y, por tanto, condiciona el tempo de cualquier salida negociada. Sin embargo, esa centralidad no siempre se traduce en coherencia. La UE actúa con intereses nacionales cruzados, ritmos políticos distintos y sensibilidad desigual al coste económico y social del conflicto.

Zelaia sugiere que Rusia avanza con una presión que, sostenida en el tiempo, puede forzar una vuelta a la mesa de negociación, pero no necesariamente en condiciones favorables para Kiev. En ese contexto, Europa enfrenta un dilema: o sostiene el esfuerzo con una continuidad que exige recursos y unidad, o acepta que el desgaste derivará en un escenario de negociación menos cómodo.

Aquí aparece el elemento más estructural: la necesidad de una nueva arquitectura de seguridad europea. Zelaia considera que el modelo anterior ha quedado agotado y que la región necesita un marco que vaya más allá de la disputa territorial inmediata. Suena idealista, sí, pero en términos históricos las guerras europeas suelen cerrar con rediseños de seguridad, no con simples declaraciones.

El contraste con décadas pasadas resulta demoledor: Europa aspira a estabilidad, pero sin un instrumento de seguridad propio suficientemente robusto. Y eso la deja atrapada entre su dependencia y su ambición.

Del mundo unipolar al multipolar: el giro que lo explica todo

La tesis final de Zelaia es la más disruptiva: el orden unipolar encabezado por Estados Unidos ha terminado. No porque Washington haya desaparecido, sino porque ya no puede imponer agenda sin negociar con otros polos de poder. Rusia y China se consolidan como ejes, y eso obliga a Estados Unidos a replantear estrategias, alianzas y prioridades.

En un sistema multipolar, la coerción funciona peor. Las sanciones pierden eficacia cuando existen rutas alternativas, sistemas financieros paralelos o socios dispuestos a asumir el coste. Y la disuasión militar, sin un relato y un respaldo sostenido, se vuelve más cara y más arriesgada. De ahí que Zelaia insista en que la diplomacia y el equilibrio de poder serán más necesarios que nunca.

Este hecho revela un cambio de época: el conflicto ya no se gestiona solo con superioridad, sino con capacidad de pactar. Y pactar exige aceptar límites. En Venezuela, esos límites se llaman coste humano y fricción con terceros; en Europa del Este, se llaman agotamiento y arquitectura de seguridad; en el plano global, se llaman competencia tecnológica y bloques.

La consecuencia es clara: estamos entrando en una era donde el poder se mide menos por la capacidad de mandar y más por la capacidad de sostener decisiones sin quedarse solo.

Qué puede pasar ahora: ajustes, no rupturas

Zelaia dibuja un horizonte de ajustes graduales más que de rupturas abruptas. En Venezuela, espera una reconfiguración de la presión: menos fantasía de cambio inmediato y más pragmatismo, con un cerco que busca resultados parciales y no un derribo total. En Eurasia, anticipa que los episodios de violencia interna seguirán sin cambiar por sí solos la dirección estratégica, mientras el desgaste empuja a escenarios de negociación cada vez más complejos.

En Europa, la clave será si el continente avanza hacia un marco propio de seguridad o si continúa reaccionando con herramientas incompletas. Y en el plano global, el multipolarismo no es un eslogan: es una realidad que convierte cada decisión en un juego de consecuencias cruzadas.

Si hay un hilo conductor en el análisis de Zelaia es la prudencia fría: no se trata de negar la fuerza de Estados Unidos, sino de entender que ya no es suficiente. En el mundo que viene, el poder sin información fiable, sin alianzas estables y sin una salida política creíble se convierte en un gasto. Y los gastos, incluso los geopolíticos, acaban pasando factura.