El mundo en bancarrota: la deuda global supera los 345 billones impulsada por EEUU y China
La deuda global se dispara a 345,7 billones: el mundo vive a crédito… y la factura se acerca
Jamás habíamos visto algo así: 345,7 billones de dólares de deuda global, más de tres veces el PIB mundial. No es solo una cifra astronómica para un titular llamativo, es un síntoma de hasta qué punto el sistema económico global funciona hoy apoyado en el crédito… y de cómo los riesgos empiezan a acumularse.
En el centro del huracán, como era de esperar, Estados Unidos y China.
EE. UU. y China: cuando el crecimiento se financia a golpe de deuda
La radiografía es clara:
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Estados Unidos sigue disparando tanto el gasto público como el privado, con déficits fiscales recurrentes y un sistema financiero habituado a vivir con tipos reales bajos durante años.
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China, atrapada entre la necesidad de mantener el crecimiento y la fragilidad de su sector inmobiliario y bancario en la sombra, continúa apoyándose en el crédito para evitar un frenazo brusco.
Solo en este año, la deuda global ha aumentado 26,4 billones de dólares. Es decir: el mundo está pidiendo dinero prestado a un ritmo que supera con creces su capacidad de generar riqueza adicional en el corto plazo. La pregunta obvia es: ¿hasta cuándo?
Más allá del volumen, lo delicado es la calidad de esa deuda: quién la emite, en qué condiciones, para qué se usa y, sobre todo, si habrá flujo de caja suficiente para devolverla cuando empiecen a concentrarse los vencimientos.
Riesgos a la vista: tribunales, aranceles y un 2026 cargado de vencimientos
Uno de los focos que más inquieta ahora mismo a analistas y gestores es la posible decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos sobre aranceles comerciales.
Si el fallo termina dando luz verde a una escalada arancelaria o limita la capacidad del Ejecutivo para modular estas herramientas, el resultado sería un empeoramiento de las tensiones comerciales en plena fase de desaceleración global.
Esto no solo afectaría a EE. UU. y China:
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encarecería cadenas de suministro,
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restaría margen de maniobra a empresas endeudadas,
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y podría tensionar aún más a países emergentes dependientes del comercio exterior.
A eso se suma un calendario de vencimientos críticos en 2026. Tanto estados como grandes corporaciones tendrán que refinanciar deuda emitida en la era del dinero barato… pero en un entorno de tipos más altos y mayor selectividad por parte de los inversores.
Si el mercado percibe que algunos emisores no cuadran las cuentas, podríamos ver:
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ampliación brusca de spreads,
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episodios de iliquidez,
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y, en el peor de los casos, impagos selectivos que actúen como fichas de dominó.
IA, transición energética y el dilema del “buen” gasto vs. “mala” deuda
En paralelo a estos riesgos, hay un fenómeno que complica aún más la lectura: la explosión del gasto en tecnología y energías limpias.
La inteligencia artificial, por ejemplo, exige inversiones descomunales en:
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centros de datos,
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chips avanzados,
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redes eléctricas más potentes,
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y equipos de alto nivel.
Lo mismo ocurre con la transición energética: renovables, redes, almacenamiento, vehículos eléctricos, hidrógeno… todo ello requiere capital intensivo y, sí, más deuda.
Aquí aparece el matiz clave:
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Parte de esta deuda financia capacidad productiva futura, innovación y eficiencia (lo que podríamos llamar “buena deuda”).
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Pero otra parte sirve para tapar agujeros, refinanciar desequilibrios crónicos o sostener estructuras poco productivas (“mala deuda”).
A nivel global, ambas se mezclan en el mismo cóctel, haciendo difícil distinguir qué parte de esos 345,7 billones está sembrando crecimiento futuro y qué parte está simplemente pateando el problema hacia adelante.
¿Colapso inminente o ajuste lento?
¿Significa todo esto que estamos al borde de una crisis de deuda global inmediata? No necesariamente. El sistema ha demostrado una capacidad notable para estirar los límites: bancos centrales interviniendo, refinanciaciones masivas, cambios regulatorios y una demanda casi inagotable de activos “seguros” como la deuda soberana de EE. UU.
Pero el coste de seguir así es evidente:
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menos margen de maniobra para futuras crisis,
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mayor sensibilidad a subidas de tipos,
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y una dependencia creciente de la confianza de los mercados en que “todo seguirá funcionando”.
El mayor riesgo no es un colapso repentino mañana, sino un escenario donde pequeñas sacudidas —una decisión judicial adversa, una guerra comercial, un shock energético— encadenen tensiones financieras en un sistema ya saturado de obligaciones.
Mientras tanto, la paradoja se mantiene: el mundo se endeuda para crecer, innovar y transformar su matriz energética… pero cuanto más alto sube la montaña de deuda, más estrecho se vuelve el margen para cometer errores.