EE. UU. aumenta las operaciones militares contra narco-barcos en el Caribe y siembra dudas legales
El Departamento de Defensa estadounidense confirmó una operación letal contra una embarcación en el Caribe en la que murieron tres personas. El secretario de Defensa, Pete Hegseth, calificó a los fallecidos de “narco-terroristas” y defendió el uso de la fuerza en aguas internacionales; la acción alimenta el debate sobre legalidad, transparencia y las consecuencias geopolíticas para la región.
La madrugada en la que se llevó a cabo la operación, el Pentágono afirmó que la embarcación intervenida estaba implicada en el tráfico de estupefacientes y transitaba por una ruta conocida de narcotráfico. Según el propio secretario Hegseth, el ataque —realizado en aguas internacionales y autorizado desde la Casa Blanca— terminó con la muerte de tres hombres a bordo y sin bajas entre las fuerzas estadounidenses. El anuncio, difundido en la red social X, subrayó el mensaje político: el Gobierno lo presenta como parte de una campaña para “cazar y eliminar” a quienes envían drogas hacia Estados Unidos.
Esta intervención no es un hecho aislado. Autoridades y medios calculan que se trata, al menos, de la decimoquinta operación de este tipo desplegada por Washington en el Caribe y el Pacífico desde comienzos de septiembre, una escalada que ha elevado la cifra total de muertos en decenas. La repetición de estas acciones y la recurrencia de términos como “narco-terrorista” marcan una estrategia que mezcla seguridad interior, política exterior y coerción militar en un mismo paquete.
El Gobierno argumenta que la calificación y el uso de la fuerza responden a una emergencia: la llegada masiva de fentanilo y otras drogas a los mercados estadounidenses, con graves consecuencias sanitarias. Sus defensores sostienen que, frente a redes que operan de forma transnacional y violenta, la acción directa en alta mar es una herramienta legítima para cortar flujos antes de que lleguen a consumidores. Sin embargo, críticos y expertos en derecho internacional alertan sobre la falta de transparencia: la administración ha resistido requerimientos de congresistas para desclasificar las opiniones legales que amparan estas operaciones y para identificar con claridad a los grupos designados como objetivos.
Las dudas legales no son un tecnicismo: atañen a normas sobre uso de la fuerza, soberanía y protección de vidas civiles. Si el Ejecutivo entiende que está en guerra contra organizaciones criminales fuera del territorio nacional, esa interpretación abre un amplio marco operativo con implicaciones duraderas—desde los controles jurisdiccionales hasta la potencial reacción de Estados vecinos, que pueden ver vulnerada su soberanía o ver crecer la militarización en sus aguas. La falta de evidencias públicas que vinculen inequívocamente a las personas abatidas con envíos concretos de drogas alimenta además el escepticismo sobre la proporcionalidad y la verificación de objetivos.
En términos prácticos, la operación refuerza varias tensiones: la política interna en Washington entre quienes piden mano dura y quienes exigen rendición de cuentas; la ansiedad diplomática de países caribeños y latinoamericanos; y el riesgo reputacional para Estados Unidos, que podría pagar un coste político si las explicaciones no convencen a sus aliados y organismos internacionales. En el corto plazo, el mensaje de la Casa Blanca es claro: la guerra contra el narcotráfico ya no se limita a redadas y cooperación policial, sino que incorpora acciones militares directas. Lo que queda por ver es si esa estrategia reduce el flujo de drogas o, por el contrario, complica aún más la seguridad regional y la gobernanza marítima.