Vivienda

La trastienda de la vivienda en Seúl, piso de 3 m²: «Aquí viven más de 100.000 personas»

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Un viajero español se muda cinco días a un goshiwon, las microhabitaciones coreanas de entre 3 y 6 metros cuadrados donde sobreviven estudiantes, inmigrantes, ancianos y trabajadores que no pueden pagar otra cosa en una de las ciudades más caras del mundo.

Más de 100.000 personas viven en Corea del Sur en habitaciones que, en muchos casos, no superan los 3 metros cuadrados. Son los goshiwon, minúsculos cuartos pensados originalmente para estudiar exámenes públicos que hoy se han convertido en vivienda de último recurso. Un creador de contenido español ha pasado cinco días en uno de estos espacios —al que bautiza como “Mikoshiwon”— en Seúl y su descripción es tan gráfica como directa: una cama dura, un baño diminuto, una ventana imprescindible «para no deprimirse» y una maleta que solo cabe abierta encima del colchón. Su experiencia revela la cara menos fotogénica de un país admirado por su tecnología y su cultura pop.

Habitaciones de 6 m² (y muchas de solo 3)

El goshiwon donde se aloja este viajero mide unos 6 metros cuadrados. Dentro de la escala de este tipo de alojamientos, está en la franja «amplia»: muchos otros no superan los 3 m², «literalmente la mitad», describe. En esos casos, el espacio se reduce a una cama y una media mesa, mientras que el baño y la ducha son completamente compartidos con el resto de residentes.

El precio ilustra la tensión del mercado inmobiliario de Seúl. Por cinco días, paga 30.000 wones al día (unos 22 dólares), lo que equivaldría a unos 360 dólares al mes. Está en el tramo alto de estos alojamientos, que se mueven entre 150 y 400 dólares mensuales, pero sigue siendo una de las pocas opciones asumibles para quien no puede afrontar el coste de un piso convencional en una de las ciudades más caras del mundo para vivir.

Un tour por una “casa” mínima

El vídeo arranca con una frase que resume bien la escena: «Creo que esto será rápido». El tour cabe en pocos segundos. Primero, un recibidor-escritorio con silla, pequeña nevera, estanterías, televisión y wifi propio: «No es súper rápido, pero para ver YouTube, ningún problema», comenta.

El baño compone un único espacio con lavamanos, váter y ducha. «Tienes que ir con cuidado porque igual te vas a lavar las manos y sale el agua por arriba y te moja todo», explica. No hay perchas en el armario, pero sí una linterna de emergencia que recuerda la fragilidad del entorno.

La cama, dura «como una piedra», comparte pared con un aire acondicionado imprescindible en verano. Al fondo, una ventana diminuta que, pese a todo, es lo que más valora el protagonista: «Tener un poco de luz natural en el habitáculo, aunque sea poca, me cambia mucho mentalmente. Si estoy en un sitio oscuro es como que me deprimo».

De residencias para opositores a refugio precario

Los goshiwon nacieron como «casas de examen». Su propio nombre lo indica: goshi (examen estatal) y won (casa). Eran habitaciones baratas donde estudiantes preparaban durante años pruebas públicas extremadamente exigentes que podían abrirles la puerta a un empleo de por vida en la Administración, desde un funcionario local hasta un juez.

El diseño tenía lógica para ese propósito: espacios minúsculos, sin distracciones, con una cama, un baño y una mesa para estudiar. Hoy, sin embargo, ese uso inicial se ha diluido. «A día de hoy los goshiwon ya no se usan solo para esto. Para nada», relata el viajero.

La presión inmobiliaria ha transformado estos cubículos en refugio para todo tipo de perfiles: estudiantes, sí, pero también inmigrantes, ancianos con pocos recursos y trabajadores activos que simplemente no pueden permitirse otra cosa. Según datos oficiales, ya en 2008 había más de 100.000 personas viviendo en estos espacios, una cifra que habría crecido en paralelo al encarecimiento de la vivienda.

Regulación tardía tras incendios mortales

Durante años, los goshiwon se expandieron en un limbo normativo. La proliferación de este tipo de alojamientos llevó finalmente al Gobierno a intervenir para imponer medidas básicas de seguridad: ventilación mínima, detectores de humo, alarmas y salidas de emergencia obligatorias.

El catalizador fueron varios incendios mortales en estos edificios. En algunos casos, apuntan las autoridades, con sistemas de seguridad mínimos se podrían haber evitado las víctimas. Hoy, la normativa pretende evitar que estos espacios se conviertan en trampas mortales, pero sigue sin resolver el debate de fondo: que una parte creciente de la población solo pueda acceder a una “caja de zapatos” como vivienda.

Ruido, luz y salud mental en una caja de zapatos

La estancia en el goshiwon deja claro que el problema no es solo el tamaño. También lo son el ruido, la falta de aislamiento y la iluminación agresiva. El protagonista relata noches casi en vela: portazos, sirenas, coches pasando, vecinos que entran de madrugada… «Menos mal que siempre llevo tapones», reconoce.

La luz tampoco ayuda. Una bombilla intensa en el techo crea una atmósfera que describe sin rodeos: «No parecería tanto una celda si hubiera una lamparita por aquí y otra allí». La ventana, aunque pequeña y mal aislada, se convierte en una cuestión casi de salud mental: levantarse y poder subir la persiana «cambia mucho» la sensación de encierro.

La gestión del espacio llega al extremo de que la maleta solo puede abrirse sobre la cama. Acaba vaciándola entera para poder cerrar y “olvidar” el equipaje: «Es un palo tenerla así», confiesa, mientras convierte una simple toalla de viaje en manta improvisada y un cojín hinchable de acampada en su almohada oficial.

Una ciudad carísima… y sorprendentemente segura

Las zonas comunes aportan cierto respiro: cocina con arroz siempre preparado, lavandería, pequeño salón y una azotea que se convierte en su lugar preferido, aunque el calor la haga inutilizable durante el día. En los pasillos, maletas y objetos personales que no caben dentro de las habitaciones.

Fuera, Seúl muestra otro contraste: carísima para vivir, pero extremadamente segura. En las cafeterías, la gente deja el portátil y el móvil sobre la mesa para ir a por otra bebida. «Qué buen país, tener siempre esa paz mental de que no te van a robar», se sorprende el viajero. Incluso ve a un conductor que deja su coche en marcha, con las llaves puestas, mientras entra en una tienda.

«No es el sitio más cómodo… pero me sentí acogido por Seúl»

Pese a las incomodidades, el relato no termina en clave amarga. Tras 43 días en Corea del Sur, muchos de ellos alojado en espacios mínimos, el protagonista admite que el goshiwon no es el lugar más confortable para vivir, pero también que apenas lo usa para dormir. «Estaba disfrutando del país, conociendo cada día rincones distintos… y estaba en paz, no necesitaba nada más», resume.

La despedida deja un poso inesperado. «Me sentí acogido por Seúl, como si no estuviera simplemente de paso. Se sentía más como un nuevo estilo de vida al que ya me había acostumbrado». Por primera vez, confiesa, le da pena dejar una ciudad. La habitación de 6 m², con su cama dura, su ventana pequeña y su ruido constante, se convierte en símbolo de un capítulo que se cierra: «Una pequeña parte de mí también se quedaba ahí».

Mientras ya piensa en volver, su experiencia en el goshiwon recuerda que, detrás de los rascacielos y los neones de Seúl, hay miles de vidas que se desarrollan en habitaciones del tamaño de un cuarto de baño, sostenidas por una mezcla de precariedad, resiliencia y, para algunos, una inesperada sensación de hogar.