La gran incógnita del “día después” en Oriente Medio

¿Quién dirigirá Gaza? La contienda por el liderazgo tras la guerra

Mientras la guerra entre Israel y Hamas no da tregua, en Washington trabaja ya un documento visionario para el futuro inmediato de Gaza. La Casa Blanca propone una Autoridad Internacional de Transición, una fuerza de seguridad árabe y el nombramiento de Tony Blair como supervisor. Pero en Tel Aviv surgen dudas, intereses contrapuestos y resistencias que amenazan la viabilidad del plan.

Desde hace semanas, en los círculos diplomáticos se viene debatido en privado un mapa para gobernar Gaza después del conflicto armado. El eje del esquema es la creación de una Autoridad Internacional de Transición para Gaza que supervisaría una nueva administración territorial y coordinaría la estabilización del enclave devastado. Según fuentes, esta autoridad sería apoyada por Estados Unidos y contaría con la figura de Tony Blair como supervisor.

En paralelo, el plan contempla la creación de una fuerza de seguridad árabe internacional, liderada por países de la región, que asumiría la responsabilidad de mantener el orden: desarme de grupos armados, patrullaje conjunto con fuerzas locales y control de fronteras. Esa fuerza —se sugiere— podría estar bajo el corto plazo del entorno del presidente palestino Mahmoud Abbas.

El propósito estratégico del plan es doble: estabilizar Gaza y abrir el camino para una eventual reunificación política con la Autoridad Palestina. En esa lógica, una tregua duradera o un alto el fuego prolongado serían más posibles si esta estructura internacional toma control de la gobernanza local.

Pero, como en todo diseño levantado sobre ruinas, las dudas abundan. En Israel, el primer ministro Benjamin Netanyahu ha expresado reservas profundas: cuestiona la capacidad de una fuerza de seguridad árabe para garantizar la protección del Estado israelí, especialmente en un territorio sensiblemente cercano. Aunque el gobierno no ha cerrado la puerta, la aceptación formal del plan dependerá de garantías tangibles.

De hecho, Israel aún no ha dado luz verde total a la propuesta de Donald Trump para que Estados Unidos “asuma” parte del control, pero en círculos oficiales evalúan sus ventajas y riesgos con cautela. En la práctica, eso convierte el plan en una negociación abierta, más que en un dictamen unilateral.

El núcleo del plan descansaría sobre la autoridad temporal que supervisaría todas las funciones civiles: presupuesto, servicios básicos, reconstrucción, justicia y control administrativo. Bajo ese paraguas, una junta de supervisión —compuesta por actores internacionales y árabes— velaría por la transición hacia una gobernanza palestina reestructurada. El rol de Tony Blair sería el de presidente o supervisor de esa junta, fungiendo como puente con las potencias interesadas.

No menos relevante es el componente de desarme obligatorio: grupos armados dentro de Gaza deberían rendirse o integrarse bajo un marco controlado, previo desmantelamiento de sus arsenales. En esa transición también se vislumbra una variante tipo “cascos azules árabes”, aunque con autoridad incrementada respecto a misiones tradicionales de paz.

Otro elemento llamativo es la protección de derechos de propiedad y retorno de desplazados: el plan incluiría una unidad especial para preservar reclamaciones inmobiliarias y evitar que las operaciones de reconstrucción anulen el derecho de retorno de los gazatíes.

Aun con un respaldo formal de Washington, el plan enfrenta resistencias políticas, logísticas y simbólicas. Netanyahu, como ya se mencionó, considera que una seguridad árabe no ofrece las garantías mínimas para Israel. Además, figuras del gobierno militar señalan que Israel debe mantener una “superioridad de seguridad” en territorios estratégicos aún bajo control conjunto.

Por otra parte, la Autoridad Palestina ha reclamado que el plan no minusvalore su rol. Abbas y sus cercanos exigen que cualquier estructura temporal no les impida recuperar el control político pleno en Gaza a mediano plazo. Y varios países árabes han condicionado su apoyo a garantías de que el camino no agote la perspectiva de un Estado palestino soberano.

La financiación también es una gran interrogante: la reconstrucción de Gaza exigirá miles de millones de dólares, supervisión internacional y garantías de que esos recursos no serán objeto de nuevas espirales de violencia. Y, finalmente, existe escepticismo sobre si el cese de hostilidades puede mantenerse hasta que la autoridad de transición logre consolidarse en el terreno.

Aceptar o no la propuesta no es un mero acto diplomático: hacerlo podría abrir una vía efectiva hacia un alto el fuego prolongado y una relativa desescalada. Con una autoridad reconocida que supervise el cumplimiento, se gana legitimidad internacional para contener rebrotes armados. Pero en el escenario actual —con bombardeos simultáneos y resistencias en el terreno— esa tregua parece aún lejana.

El plan aspira a un equilibrio muy delicado: no humillar a los palestinos, ofrecer garantías de seguridad legítimas a Israel y dotar de estructura institucional internacional para que Gaza no vuelva a quedar en vacío. Si logra imponerse, podría redefinir la gobernanza futura del territorio. Pero cada paso exige consenso político, firmeza militar y una hoja de ruta muy clara.