Trump reabre el garrote en el Caribe contra Maduro

Trump advierte que “la inmigración y la energía van a destruir Europa”

La nueva ofensiva naval de Washington busca algo más que presionar al chavismo: controlar el petróleo venezolano y frenar a China y Rusia en su propio patio trasero

Una flota estadounidense sin precedentes frente a las costas venezolanas, acompañada de incautaciones de petroleros y amenazas de bloqueo, ha devuelto al Caribe escenas que parecían propias de otro siglo.
La administración Trump ha vestido la operación con el lenguaje de la lucha contra el narcotráfico y el “narco–terrorismo”, pero los movimientos sobre el terreno apuntan a objetivos mucho más ambiciosos: recuperar control sobre el petróleo venezolano y enviar un mensaje a Pekín y Moscú.

Como advierten los analistas José Luis Orella, Carlos Mamani y José Antonio Ejido, el Caribe corre el riesgo de convertirse en el próximo gran tablero de confrontación directa entre potencias. La consecuencia es clara: el regreso, sin apenas disimulo, de una política del garrote adaptada al siglo XXI, con barcos de guerra, sanciones financieras y confiscaciones de crudo pagado por terceros países.

Una flota inédita frente a las costas venezolanas

La actual campaña, enmarcada en la operación “Southern Spear”, ha desplegado en el Caribe destructores, buques de asalto anfibio y unidades de la Guardia Costera en una concentración de medios que diplomáticos regionales describen como la mayor desde la Guerra Fría.
El mensaje visual es inequívoco: una línea de acero y misiles frente a las costas de un país con las mayores reservas de petróleo del mundo, gobernado por un régimen al que Washington considera hostil.

Según el relato oficial, el objetivo es cortar las rutas del narcotráfico y desarticular redes criminales vinculadas al chavismo. Sin embargo, como recuerda Orella, “el tipo de hardware desplegado —destructores y grandes buques de guerra— se parece más a una demostración de fuerza frente a un Estado que a una operación clásica antidroga”. La lectura que se impone entre analistas militares es que se busca golpear las fuentes de financiación del régimen y probar su cohesión interna.

Despliegues de esta envergadura no son nunca meramente técnicos. Son mensajes codificados: a Maduro, a las Fuerzas Armadas venezolanas y, sobre todo, a terceros actores tentados de cruzar ciertas líneas rojas en materia de cooperación energética o militar.

La vuelta descarnada a la política del garrote

La incautación de petroleros cargados con crudo venezolano y su desvío hacia intereses estadounidenses ha devuelto al vocabulario diplomático una expresión con ecos históricos: “política del garrote”.
Trump ha vinculado públicamente estas acciones a la “devolución” de activos que, a su juicio, fueron “robados” a compañías norteamericanas cuando Hugo Chávez nacionalizó el sector a partir de 2007.

En los hechos, Washington está utilizando operaciones de embargo en alta mar para crear un precedente: los cargamentos que esquiven las sanciones pueden acabar en manos de Estados Unidos, bajo el paraguas de órdenes ejecutivas y acusaciones de terrorismo o narcotráfico. Orella subraya el componente psicológico de esta estrategia: “no se trata sólo de golpear económicamente al régimen, sino de sembrar la idea de que ningún socio comercial está a salvo”.

Lo más grave, para Caracas, es el efecto interno. Cada petrolero perdido supone menos ingresos para financiar subsidios, redes clientelares y lealtades militares. La consecuencia es clara: el embargo selectivo se utiliza como palanca de desgaste político, a la espera de que el coste interno de sostener a Maduro resulte inasumible para parte de sus apoyos.

El botín energético: 303.000 millones de barriles

Venezuela no es sólo un problema político; es, ante todo, un botín energético. Con alrededor de 303.000 millones de barriles de reservas probadas, el país concentra el mayor volumen de crudo del planeta, más de cinco veces las reservas estimadas de Estados Unidos.
Buena parte de ese petróleo es pesado y requiere refino complejo, pero sigue siendo una carta estratégica de primer orden en un mundo que, pese a la transición energética, continúa dependiendo en más de un 80% de los fósiles para su consumo primario.

El control, directo o indirecto, de ese flujo de recursos ha sido una obsesión recurrente de las administraciones norteamericanas desde hace décadas. La novedad del momento actual es que, a la ecuación tradicional de compañías petroleras y sanciones financieras, se suma una operación naval que apunta a los eslabones físicos de la cadena: los barcos, las rutas y los compradores.

En este contexto, integrar cargamentos incautados a las reservas estratégicas estadounidenses no es sólo un golpe económico a Caracas: es también un gesto de fuerza hacia otros productores sancionados y hacia los propios mercados, en un momento en el que cada movimiento puede mover el precio del barril varios puntos en cuestión de horas.

Monroe recargado: el “patio trasero” vuelve al centro

Carlos Mamani sitúa este giro en un marco histórico más amplio: la reactivación de facto de la Doctrina Monroe. Lo que en el siglo XIX se formuló como “América para los americanos” regresa ahora en versión corregida y aumentada, con lo que algunos analistas ya denominan el “corolario Trump”: ningún actor extrahemisférico puede ampliar su influencia en el Caribe sin afrontar una respuesta de fuerza.

“La narrativa es la de siempre —protección de la seguridad nacional, lucha contra el crimen organizado—, pero el objetivo real es preservar el carácter de ‘patio trasero’ de la región”, señala Mamani. El despliegue de acuerdos de seguridad con varios países latinoamericanos, el uso intensivo de bases ya existentes y la ampliación de capacidades navales apuntan a la construcción de un cinturón militar que rodea a Venezuela y refuerza el control norteamericano sobre rutas críticas.

El contraste con el discurso oficial estadounidense sobre un orden internacional basado en reglas es evidente. Mientras se exige respeto a la legalidad en otros escenarios, en el Caribe se normaliza una diplomacia de cañonera que recuerda a las “intervenciones punitivas” de principios del siglo XX, aunque ahora se vista de operativo contra el narcotráfico.

China y Rusia: el verdadero objetivo tras los petroleros

La presencia de China como principal comprador de crudo venezolano, con alrededor de un 4% de sus importaciones totales procedentes de este país, ha añadido una dimensión global al conflicto.
La reciente interceptación de un petrolero que transportaba cerca de 1,8 millones de barriles de crudo hacia refinerías chinas ha sido calificada por Pekín como una “violación grave del derecho internacional” y por Caracas como “piratería internacional”.

Para Mamani, el mensaje es nítido: “Estados Unidos no sólo está castigando a Venezuela; está señalando a China que su expansión energética en el hemisferio occidental tiene límites que se harán cumplir por la fuerza si es necesario”. Rusia, por su parte, ve amenazados sus propios acuerdos militares y de cooperación energética, que buscaban consolidar un pie firme en el Caribe.

Lo que sobre el papel se presenta como una campaña contra el “narco–terrorismo” se revela, así, como un movimiento de contención clásico frente a las potencias eurasiáticas. El riesgo es que la región acabe convertida en escenario de escaladas y contramedidas, desde sanciones cruzadas hasta despliegues navales de signo contrario, con países pequeños atrapados entre gigantes.

Colombia y la región, atrapadas en el fuego cruzado

José Luis Orella advierte de que la estrategia de Trump no se limita a Caracas. Colombia, bajo el gobierno de Gustavo Petro, aparece también como objetivo indirecto de presión. La crítica abierta a la política norteamericana en materia de sanciones y cambio climático, junto con los intentos de Bogotá de reequilibrar sus relaciones regionales, han encendido luces rojas en Washington.

La militarización acelerada del Caribe genera inquietud en gobiernos que temen ver sus aguas convertidas en zona de operaciones permanentes. Los acuerdos de seguridad firmados con varios países para permitir escalas, despliegue de tropas y uso de puertos y aeródromos amplían la huella militar estadounidense, pero también elevan el coste político interno para los ejecutivos que los suscriben.

La consecuencia puede ser un efecto dominó: crecientes tensiones diplomáticas, polarización interna entre aliados y detractores de Washington y una mayor permeabilidad de la región a actores que se presenten como alternativa a la hegemonía estadounidense. Cada paso en falso en Venezuela puede tener réplicas sísmicas en toda la cuenca caribeña.

El Caribe como próximo gran tablero de confrontación

José Antonio Ejido sitúa esta escalada en un horizonte más amplio: el del Caribe como posible próximo gran tablero de confrontación internacional. Con rutas energéticas, corredores de comunicaciones, cables submarinos y nodos logísticos de primer orden, la región reúne todas las condiciones para convertirse en un espacio de disputa prolongada entre grandes potencias.

“El Mediterráneo del siglo XXI puede estar más cerca de La Guaira que de Gibraltar”, advierte. Una acumulación de bases, ejercicios militares y operaciones de interdicción aumenta el riesgo de incidentes, errores de cálculo y choques no deseados. A ello se suma la presencia de Estados pequeños con capacidades limitadas para gestionar presiones cruzadas y para controlar sus propias aguas territoriales.

La “geopolítica del caos” descrita por Ejido consiste precisamente en eso: mantener un nivel de tensión suficientemente alto como para evitar que un rival consolide influencia estable, pero sin llegar —en teoría— a una guerra abierta. El problema es que esa lógica tiene un historial amplio de salidas de control, desde Oriente Medio hasta el sudeste asiático.

Los escenarios que se abren para Venezuela y el Caribe

A corto plazo, los analistas manejan varios escenarios. El primero, y más alineado con la estrategia de Trump, sería el quiebre interno del régimen de Maduro por agotamiento financiero y presión militar externa, dando paso a una transición tutelada en la que las compañías estadounidenses recuperen presencia privilegiada en el sector petrolero.

Un segundo escenario contempla un bloqueo prolongado, con Caracas recurriendo a flotas “en la sombra”, almacenamiento flotante y descuentos agresivos para colocar su crudo en Asia, mientras China y Rusia elevan el coste diplomático y económico de la campaña estadounidense. En ese marco, el Caribe se consolidaría como zona gris de fricción permanente, con impacto directo en precios energéticos y estabilidad política regional.

Un tercer escenario, menos visible pero posible, sería un acuerdo parcial en la trastienda: ciertas concesiones de Caracas en materia de alianzas estratégicas y acceso a recursos a cambio de una desescalada gradual del acoso naval y sancionador. La pregunta de fondo seguiría intacta: ¿hasta qué punto puede Estados Unidos imponer su viejo papel de gendarme hemisférico en un mundo donde China y Rusia ya juegan a campo abierto?

Lo que sí parece claro es que la imagen del despliegue naval frente a las costas venezolanas ha vuelto a colocar al Caribe en el centro del mapa geopolítico mundial, recordando que las viejas lógicas de poder siguen muy vivas bajo el barniz del nuevo siglo.