Alerta Juan Antonio de Castro: Euroclear amenaza al sistema financiero europeo
Juan Antonio de Castro, exfuncionario de la ONU, advierte en Negocios TV sobre los riesgos que implica usar activos rusos congelados para financiar a Ucrania, destacando las amenazas para la estabilidad financiera europea y la democracia en un contexto global cada vez más tenso.
La guerra en Ucrania se libra con misiles, sanciones y propaganda, pero también en un frente silencioso: el de los activos rusos congelados en Europa. Sobre ese terreno minado, el exfuncionario de Naciones Unidas Juan Antonio de Castro lanza una advertencia que rompe la euforia sancionadora: convertir esos fondos en munición financiera para Kiev puede salir mucho más caro de lo que los gobiernos están dispuestos a admitir.
En el centro del tablero aparece Euroclear, depositaria de entre 180.000 y 210.000 millones de euros de origen ruso, y un sistema político europeo dispuesto a forzar sus propios límites jurídicos en nombre de la razón de Estado.
El Banco Central Europeo (BCE) se resiste a avalar la operación, Hungría desafía el consenso y, mientras tanto, las élites comunitarias siguen empujando hacia una escalada económica cuyo coste real recaerá, advierte De Castro, sobre la ciudadanía.
El resultado es un cóctel explosivo: guerra, deuda y decisiones tomadas de espaldas a los votantes, en un momento en el que la estabilidad democrática europea ya no puede darse por sentada.
Euroclear, el corazón financiero en la línea de fuego
Para De Castro, Euroclear se ha convertido en una auténtica bomba de relojería. La plataforma de liquidación, que gestiona volúmenes colosales de deuda soberana y reservas internacionales, custodia buena parte de los activos rusos hoy congelados. Utilizarlos sin una base jurídica impecable implicaría transformar una pieza clave de la estabilidad europea en el eslabón más frágil de la cadena.
El problema no se limita a Moscú. Si los Estados miembros impulsan una expropiación de facto, Euroclear quedaría expuesta a demandas multimillonarias de bancos, fondos y particulares que verían vulnerados sus derechos de propiedad. El riesgo no es teórico: bastaría con que un puñado de grandes actores reclamaran indemnizaciones equivalentes a un 10% o 15% del valor bloqueado para poner en aprietos las cuentas públicas de Bélgica y la reputación de toda la UE.
Lo más grave, subraya De Castro, es que el debate se plantea en términos de “valentía política” frente a Rusia, cuando el verdadero desafío es técnico y sistémico: tocar ese dinero sin hundir la credibilidad del sistema financiero europeo.
El BCE se aparta: la línea roja de financiar a los Estados
En este escenario, muchos miran al Banco Central Europeo como posible cortafuegos. De Castro lo descarta. El BCE no está dispuesto a asumir el papel de garante último de cualquier experimento con los activos rusos, entre otras cosas porque los tratados le prohíben financiar directamente a los Estados miembros. Si se implicara en una estructura que socializara las pérdidas de una eventual cascada de demandas, estaría pisando un terreno prohibido.
La consecuencia es un vacío incómodo: los gobiernos reclaman una solución que combine dureza con seguridad, pero la institución con suficiente músculo financiero para respaldarla rehúye el riesgo. Sin el BCE, cualquier esquema de uso del capital ruso se apoya en Estados individuales muy endeudados, que difícilmente podrían absorber un shock jurídico de decenas de miles de millones.
De Castro ve en esta negativa una señal inequívoca: el euro no está diseñado para este tipo de guerras económicas prolongadas, y forzar su arquitectura podría herir de muerte uno de los pocos activos de estabilidad que le quedan al proyecto europeo.
El coste real: más deuda, menos Estado del bienestar
Mientras las cumbres europeas hablan de “responsabilidad histórica” y “solidaridad con Ucrania”, De Castro pone el foco en el impacto más concreto: ¿quién paga la factura? Si el uso directo del capital ruso es inviable sin un acuerdo de paz, la alternativa es la de siempre: más deuda común y nacional, financiando paquetes de ayuda que se suman a unos balances públicos ya tensionados.
El economista advierte de que esta deriva tiene un destino previsible: recortes sociales a medio plazo, subidas de impuestos o ambas cosas. Cada nuevo tramo de financiación ligado a la guerra aumenta la presión sobre presupuestos que ya destinan más del 40% del gasto a pensiones, sanidad y educación en muchos Estados.
De Castro acusa a las élites europeas de sostener un discurso abiertamente belicista sin someterlo a consulta real. No se pregunta a los ciudadanos si están dispuestos a perder capacidad adquisitiva, servicios públicos o estabilidad laboral a cambio de mantener indefinidamente la escalada económica, denuncia. El resultado puede ser demoledor: una población que paga la guerra en silencio, mientras ve erosionarse, año tras año, el Estado del bienestar.
Guerra, sanciones y un consenso europeo que se agrieta
El caso de los activos rusos revela, además, las fisuras internas de la Unión. Países como Hungría se han erigido en símbolo del bloqueo, vetando paquetes de ayudas o cuestionando la estrategia sancionadora. De Castro matiza: desde el punto de vista económico, la magnitud húngara es limitada; pero políticamente, su resistencia evidencia que el consenso europeo ya no es automático.
El dilema es claro. Para mantener la presión sobre Moscú, la UE necesita mostrar unidad y capacidad de acción. Pero a medida que el coste financiero y social se acumula, crecen las reticencias de los gobiernos más vulnerables, preocupados por su deuda, por el descontento social y por el auge de fuerzas euroescépticas.
Ese contraste —entre el discurso de firmeza exterior y la fragilidad interior— se convierte, según De Castro, en uno de los mayores riesgos del proyecto comunitario. Una Europa que habla con voz dura hacia fuera, pero que hacia dentro no logra resolver cómo se reparten los costes de la guerra, corre el peligro de fracturarse políticamente en el momento más crítico.
Estados Unidos, Rusia, Venezuela: el tablero se multiplica
La entrevista amplía el enfoque más allá de Bruselas. De Castro describe un escenario global en el que Estados Unidos refuerza su peso estratégico en Europa mientras aumenta su presión sobre Venezuela, a la que ve como pieza secundaria pero útil en el pulso con Moscú y Pekín.
La retórica militar rusa sube de tono con cada nuevo anuncio sobre sanciones o movimientos con los activos congelados. Aunque la capacidad del Kremlin para responder simétricamente en el terreno financiero es limitada, su margen para escalar en otros frentes —energía, ciberataques, desinformación— sigue siendo considerable. La guerra económica, advierte De Castro, no es unidireccional.
Al mismo tiempo, Washington endurece su discurso sobre regímenes como el venezolano, señalándolos como amenazas regionales y posibles apoyos logísticos o financieros de Rusia. Este entrelazado de frentes convierte cada decisión europea en parte de una partida de ajedrez global, donde un movimiento en Euroclear puede tener eco en Caracas o en el estrecho de Ormuz.
Venezuela como recordatorio de la fragilidad militar
En un momento de la conversación, De Castro lanza una frase que condensa su visión sobre la correlación real de fuerzas: “A EEUU no le dura Maduro ni un telediario”. Con ella, subraya que el régimen venezolano carece de un aparato militar capaz de resistir a una intervención directa de una potencia como Estados Unidos.
La observación no es un llamamiento a la guerra, sino un contraste deliberado: mientras en ciertas regiones el desequilibrio militar es abismal, Europa parece atrapada en una guerra de desgaste económico con Rusia en la que nunca termina de definir sus límites. Venezuela sirve de espejo para mostrar que el poder duro existe, pero que su uso está constreñido por consideraciones políticas, energéticas y de opinión pública.
De Castro sugiere que este desajuste alimenta una peligrosa ilusión: creer que se puede perseguir una política de presión ilimitada sin costes internos visibles. La realidad, insiste, es que esos costes ya están ahí, aunque todavía no se hayan traducido en una ruptura abierta.
Democracia, deuda y el riesgo de un nuevo orden más frágil
La conclusión de De Castro es tan política como económica: la combinación de guerra prolongada, endeudamiento creciente y decisiones tomadas de espaldas a la ciudadanía amenaza con erosionar lentamente la calidad democrática en Europa.
Cuando las grandes decisiones de política exterior se traducen en aumentos de deuda, ajustes presupuestarios y pérdida de capacidad adquisitiva, pero no se someten a un debate abierto ni a mecanismos claros de control ciudadano, el sistema entra en terreno resbaladizo. La doctrina de la “seguridad nacional” se convierte en paraguas para casi todo: sanciones, uso de activos, despliegues y compromiso financiero ilimitado.
El riesgo, advierte, es que mientras se habla de defender el orden internacional, se vayan minando los pilares internos sobre los que descansa ese mismo orden: confianza, transparencia y responsabilidad política. Si la gestión de los activos rusos congelados acaba desencadenando una crisis financiera o una ola de descontento social, Europa descubrirá demasiado tarde que la batalla no era solo contra Moscú, sino también contra sus propias contradicciones.
En un mundo cada vez más inestable, la pregunta que deja De Castro sobre la mesa es incómoda pero inevitable: ¿puede la UE seguir librando guerras económicas indefinidas sin poner en riesgo la base social y democrática que dice defender? La respuesta, de momento, sigue pendiente.