2026

Gustavo de Arístegui: ¿Paz en Ucrania para enero de 2026?

Gustavo de Arístegui en entrevista con Negocios TV analizando el panorama geopolítico y económico actual.

El diplomático ve opciones reales de alto el fuego mientras Europa intenta rehacerse energéticamente, decide el destino de 200.000 millones en activos rusos y mira con excesiva calma amenazas globales que no han desaparecido.

La guerra de Ucrania ha marcado el lustro, pero no está escrita en piedra hasta 2030. El diplomático Gustavo de Arístegui, desde el Golfo Pérsico, sostiene que existe una ventana real para que un acuerdo de paz pueda fraguar antes de 2026, siempre que las grandes potencias asuman costes y renuncias incómodas.
Al mismo tiempo, Europa atraviesa una crisis de modelo energético e industrial tras años de decisiones erráticas que han debilitado a sectores clave como la automoción y la generación eléctrica.
La respuesta pasa, según Arístegui, por una apuesta decidida por el hidrógeno, las nuevas tecnologías de combustión y los materiales críticos, con inversiones de largo plazo que permitan recuperar autonomía tecnológica frente a proveedores externos.
Sobre la mesa pesa también el dilema de unos 200.000 millones de euros en activos rusos congelados, concentrados en Bélgica y Luxemburgo, cuya gestión puede reforzar la posición europea… o dinamitar su credibilidad financiera.
Y por debajo del ruido de Ucrania y China, el diplomático alerta de un error de diagnóstico: Occidente estaría subestimando el terrorismo yihadista, la amenaza rusa y el narcotráfico, que siguen operando en un segundo plano tan global como la propia guerra.

Un horizonte de paz que empieza a ser verosímil

Arístegui no habla de paz como consigna, sino como escenario negociado. En su análisis, las grandes capitales —Washington, Bruselas y, en menor medida, Pekín— han asumido que mantener indefinidamente una guerra de desgaste en el corazón de Europa resulta insostenible política y económicamente.
El cálculo es frío: cada año de conflicto adicional cuesta a la UE en torno a un 0,5%–0,7% de PIB en pérdidas directas e indirectas, desde energía más cara hasta presupuestos de defensa al alza. Para Estados Unidos, el desgaste es más fiscal y geopolítico que territorial, pero también creciente.

En este contexto, la idea de una hoja de ruta hacia el alto el fuego antes de 2026 ya no suena ingenua. Se habla de acuerdos parciales, congelación de líneas de frente y garantías de seguridad híbridas —ni plena OTAN ni abandono total de Kiev—. Lo más grave es que cualquier pacto exigirá aceptar realidades incómodas sobre el terreno y explicar a la opinión pública que “victoria total” es un concepto cada vez más abstracto.

Europa entre el retroceso energético y la reinvención industrial

La guerra ha actuado como espejo brutal de las debilidades europeas. La ruptura con el gas ruso dejó al descubierto una dependencia energética estructural y una pérdida de competitividad silenciosa en sectores emblemáticos. La industria automotriz, por ejemplo, ha visto cómo sus costes energéticos se encarecían hasta un 30% más que los de algunos competidores asiáticos, justo cuando la transición al coche eléctrico exigía márgenes más amplios.

Arístegui no se limita a describir el problema: subraya la incoherencia de políticas que han cerrado capacidad de generación convencional sin tener aún alternativas firmes. El resultado es una Europa que importa más energía, paga más caro y arriesga el desmantelamiento de cadenas de valor estratégicas. El contraste con regiones que han priorizado el suministro estable por encima de objetivos climáticos maximalistas resulta demoledor.

La consecuencia es clara: si el continente no corrige ahora, puede entrar en la próxima década como mercado rico pero industrialmente debilitado, dependiente de terceros para tecnologías y energía en un entorno global cada vez más hostil.

Hidrógeno y nuevas tecnologías: el posible salvavidas europeo

Sin embargo, Arístegui también ve oportunidades. La apuesta por el hidrógeno —verde, azul o híbrido— no es solo un eslogan, sino la base de una posible reconversión. Bruselas habla ya de movilizar más de 400.000 millones de euros hasta 2030 en proyectos relacionados con hidrógeno, almacenamiento, redes inteligentes y materiales críticos para baterías y turbinas.

El diplomático insiste en que solo una estrategia coordinada permitirá a Europa no quedarse como simple compradora de tecnología ajena. Se trata de invertir en propiedad intelectual propia, en nuevas tecnologías de combustión más eficientes y menos contaminantes, y en cadenas de suministro de materiales críticos —litio, cobalto, tierras raras— que no dependan en un 80%–90% de uno o dos proveedores.

“La independencia tecnológica ya no es un lujo, es una cuestión de supervivencia económica”, sintetiza. Y la guerra de Ucrania, con su impacto en la energía y la industria, ha sido el desencadenante brutal que ha obligado a reconocerlo.

Autonomía tecnológica o dependencia crónica

La reflexión de Arístegui apunta a un diagnóstico inequívoco: Europa corre el riesgo de convertirse en un “cliente cautivo” de grandes potencias tecnológicas si no reacciona. La dependencia no se limita a la energía; se extiende a semiconductores, software, plataformas digitales y equipamiento crítico para redes, defensa y comunicaciones.

En su análisis, la Unión Europea debería fijarse tres prioridades:

  • Reforzar una política industrial común que vaya más allá de subvenciones dispersas.

  • Consolidar campeones europeos en sectores clave, capaces de competir con gigantes estadounidenses y asiáticos.

  • Reducir la exposición a proveedores únicos, especialmente en ámbitos sensibles como 5G, nube soberana y equipos de defensa.

La consecuencia de no hacerlo es evidente: cada crisis —sea energética, sanitaria o militar— obligaría al continente a esperar decisiones ajenas, con márgenes de maniobra cada vez más reducidos. En términos geopolíticos, la falta de autonomía tecnológica se traduce en falta de autonomía estratégica.

La aritmética imposible de la paz en Ucrania

Sobre el terreno, la paz tiene un precio del que casi nadie quiere hablar en voz alta. Arístegui reconoce que las disputas territoriales siguen siendo el principal obstáculo: cualquier acuerdo implicará, de facto, aceptar líneas de control que hoy favorecen a Moscú, al menos en algunas regiones. Rusia trata de ganar tiempo y consolidar posiciones, mientras Ucrania resiste con un apoyo occidental que llega, pero a menudo con retrasos y condiciones.

La propia Unión Europea está lejos de ser monolítica. Países como Hungría, Eslovaquia o la República Checa ya han mostrado recelos a nuevos paquetes de ayuda, cuestionan sanciones adicionales y exigen contraprestaciones internas. El bloque se enfrenta a una fractura peligrosa: una Europa del Este que siente el aliento ruso en la nuca, una Europa Occidental que se resiste a pagar indefinidamente la factura, y una Comisión atrapada entre ambos polos.

En ese contexto, el margen para un acuerdo antes de 2026 existe, pero será necesariamente imperfecto. El riesgo es que, en su intento por cerrar el conflicto, se siembre la semilla de la próxima crisis si no se logra un equilibrio aceptable entre seguridad, soberanía y realismo sobre el terreno.

Los 200.000 millones congelados: arma financiera o boomerang

Pocas cuestiones resultan tan delicadas como el destino de los cerca de 200.000 millones de euros en activos rusos congelados en Europa, concentrados principalmente en Bélgica y Luxemburgo. La tentación es evidente: utilizar esos fondos —públicos y privados— para financiar la reconstrucción de Ucrania o como garantía de préstamos y ayudas futuras.

Arístegui advierte, sin embargo, de que esa “arma financiera” puede convertirse en un boomerang devastador. Confiscar o redirigir sin matices activos que también incluyen inversiones privadas envía un mensaje inquietante a terceros países: sus reservas en euros no están blindadas si Bruselas considera que han cruzado determinada línea política. Bastaría con que una fracción —un 10% o 15%— de esas reservas se desplazara hacia el dólar, el yuan o el oro para erosionar la posición internacional del euro.

Además, el uso de mecanismos legales de excepción para sortear vetos nacionales —como ya se ha hecho en otros ámbitos— podría agravar la desconfianza interna entre socios europeos, alimentando la percepción de que ciertas capitales están dispuestas a reescribir las reglas cuando les conviene.

Un mapa de amenazas que Occidente ha simplificado en exceso

Uno de los mensajes más incómodos de Arístegui es su crítica frontal a cómo Occidente redefine sus amenazas. La narrativa dominante sitúa hoy a Rusia y China como rivales prioritarios y tiende a tratar al terrorismo yihadista como un fenómeno regional, circunscrito a Oriente Medio o el Sahel. Para el diplomático, esa lectura es peligrosamente miope.

Los ataques recientes en lugares tan alejados como Australia demuestran que la amenaza mantiene intacta su dimensión global. Redes dispersas, células autónomas y radicalización online convierten el terrorismo en un riesgo persistente para cualquier ciudad occidental, aunque no marque titulares a diario. Ignorar esa realidad por considerarla “del pasado” es, en sus palabras, un error estratégico de primer orden.

A ello se suma una infravaloración del peso real de Rusia. Que su PIB sea modesto en comparación con Estados Unidos o la UE no reduce su capacidad de influencia: Moscú conserva un arsenal nuclear de primer nivel, capacidades cibernéticas avanzadas y una industria de defensa que sigue siendo competitiva en mercados clave. Reducir a Rusia a un actor “regional” solo porque su economía es más pequeña es, sencillamente, engañarse, viene a sugerir Arístegui.

Terrorismo, narcotráfico y narcodictaduras: los riesgos que no desaparecen

El mapa de amenazas se completa con un frente al que se presta menos atención mediática pero que, según Arístegui, no ha dejado de crecer: el narcotráfico y las narcodictaduras. Desde América Latina hasta ciertas regiones de África, el poder de los cárteles y regímenes que se alimentan de economías ilícitas se traduce en control territorial, corrupción institucional y flujos financieros opacos que terminan impactando en Europa y Estados Unidos.

El diplomático lamenta que esta realidad se aborde como un problema policial más, cuando en realidad se trata de una amenaza estratégica que degrada Estados, financia violencia y distorsiona economías legales. La falta de una estrategia global coherente —que combine seguridad, desarrollo y lucha contra el blanqueo— deja al mundo desarrollado expuesto a oleadas cíclicas de crisis migratorias, inseguridad y desestabilización política.

El diagnóstico es inequívoco: mientras Occidente concentra su energía en la guerra de Ucrania y en la rivalidad con China, otros riesgos avanzan por debajo del radar, erosionando lentamente la estabilidad global. En ese sentido, la posible paz antes de 2026 no sería el final del problema, sino el comienzo de una nueva fase en la que hará falta algo más que buenas palabras para sostener un orden internacional cada vez más frágil.