Un EA-18G estadounidense cerca de Venezuela dispara la tensión militar en el Caribe
El vuelo de un avión de guerra electrónica EA-18G Growler de la Marina de EE. UU. junto a cazas F/A-18 en las proximidades del espacio aéreo venezolano reaviva los temores a una nueva escalada en plena campaña de presión de Washington contra el régimen de Nicolás Maduro.
La reciente detección de un EA-18G Growler de la Marina de Estados Unidos operando en las inmediaciones del espacio aéreo de Venezuela, en coordinación con cazas F/A-18 Super Hornet sobre el golfo de Venezuela, ha encendido las alarmas en Caracas y en el resto de la región. Según los datos de seguimiento aéreo y fuentes militares, los aparatos habrían volado durante decenas de minutos en zonas que Washington considera espacio internacional, pero que el Gobierno venezolano ve como parte de su área de soberanía. La presencia de un avión especializado en guerra electrónica, capaz de desactivar radares y comunicaciones, se interpreta como un mensaje directo en un contexto ya marcado por maniobras navales, sanciones y amenazas cruzadas.
El movimiento llega además tras semanas de buildup militar estadounidense en el Caribe y después de que el presidente Donald Trump defendiera el cierre total del espacio aéreo venezolano y anunciara que ampliaría las operaciones contra el narcotráfico y el entorno del Gobierno de Maduro. En este tablero, cada vuelo cuenta, y cada aparato elegido dice algo sobre las intenciones de quien lo envía.
Un avión para la guerra invisible
El EA-18G Growler no es un caza convencional. Se trata de la variante de guerra electrónica del F/A-18F Super Hornet, diseñada para suprimir defensas aéreas enemigas, interferir radares y bloquear comunicaciones. Es, de facto, la principal plataforma táctica de ataque electrónico de la Marina estadounidense y uno de los activos clave en cualquier operación que requiera “abrir camino” sobre un espacio aéreo protegido.
Su misión consiste en “apagar” los ojos y oídos del adversario: radares de vigilancia, sistemas de guiado de misiles tierra-aire, redes de mando y control o enlaces de datos. Para ello emplea pods de guerra electrónica, sistemas de escucha avanzada y, llegado el caso, misiles antirradiación capaces de destruir los emisores que localiza. En un escenario de alta tensión, ver un Growler en la zona es un indicador de que se están probando o estudiando las defensas del contrario, incluso aunque no se dispare un solo misil.
La elección de este modelo para operar en las proximidades de Venezuela, y no solo de cazas convencionales, refuerza la impresión de que Washington busca poner a prueba el “escudo” venezolano y enviar un aviso sobre su capacidad para neutralizarlo si la crisis escala.
Un vuelo que no pasó desapercibido
Los vuelos de los F/A-18 y del EA-18G fueron seguidos en tiempo real por plataformas de rastreo civil como FlightRadar24, lo que permitió a usuarios y analistas reconstruir sus trayectorias sobre el golfo de Venezuela y el Caribe cercano. Los patrones de vuelo, con órbitas repetidas en una zona muy estrecha y sensible, recuerdan a misiones de recopilación de inteligencia y testeo de respuestas.
El Pentágono sostiene que se trata de operaciones de rutina en espacio aéreo internacional, en línea con la narrativa de “libertad de navegación” y “libertad de sobrevuelo” que Washington esgrime habitualmente. Caracas, por su parte, considera que vuelos tan cercanos a su costa y sobre aguas cuya soberanía reivindica constituyen una provocación deliberada.
Más allá del debate jurídico, lo cierto es que esta operación se suma a una serie de vuelos cada vez más cercanos a territorio venezolano, con misiones anteriores de bombarderos estratégicos y drones de gran autonomía. El Growler encaja en esa escalada paso a paso, que aumenta la presión sin cruzar, de momento, el umbral de un enfrentamiento directo.
¿Mensaje de fuerza o antesala de un ataque?
La pregunta que planea sobre el episodio es inevitable: ¿es la antesala de un ataque o un gesto calculado de presión? La mayoría de analistas consultados por medios internacionales creen que, por ahora, se trata más de lo segundo que de lo primero. Las incursiones aéreas cercanas, especialmente con aviones de guerra electrónica, son una forma de mostrar capacidades, medir los tiempos de reacción del adversario y dejar claro cuál sería el balance de fuerzas en caso de choque.
La presencia de un EA-18G permite además recoger datos valiosos sobre la firma de radar de los sistemas venezolanos, la forma en que se organizan sus redes de mando y la capacidad real de sus defensas aéreas de origen ruso. Toda esa información alimenta escenarios y simulaciones que el Pentágono puede usar para calibrar sus próximos pasos, sin necesidad de cruzar todavía la línea roja de un ataque abierto.
Eso no evita que, puertas adentro, algunos gobiernos de la región y observadores independientes adviertan del riesgo de error de cálculo. En un entorno saturado de vuelos militares, misiles antiaéreos y sistemas de guerra electrónica, un malentendido o una interpretación excesivamente agresiva de un movimiento puede desatar una escalada que nadie tenía en el guion.
Caracas denuncia intimidación, la región contiene la respiración
El Gobierno de Nicolás Maduro ha denunciado repetidamente este tipo de operaciones como actos de intimidación y violaciones de su soberanía. En línea con su narrativa habitual, Caracas acusa a Washington de preparar el terreno para una posible intervención, bajo el paraguas de la lucha contra el narcotráfico o la defensa de la seguridad regional.
En los países vecinos, el tono es más prudente, pero la preocupación es evidente. Gobiernos del Caribe y de América Latina ven con inquietud cómo el área se convierte en escenario de juego de poder entre Estados Unidos y sus rivales, con el riesgo de que una crisis localizada termine por desestabilizar rutas comerciales, flujos migratorios y equilibrios políticos frágiles.
Algunos diplomáticos regionales subrayan que, aunque los vuelos sigan siendo “legales” según la interpretación estadounidense, el efecto político es el mismo: elevar la temperatura y obligar a todos los actores a posicionarse, en un momento en que la región lidia ya con tensiones internas y presiones económicas.
EE. UU., Rusia y China: el tablero que no se ve desde el cielo
Para entender el trasfondo del vuelo del EA-18G, hay que mirar más allá del radar. Venezuela se ha convertido en los últimos años en un punto de apoyo económico y político para países como Rusia y China, que han invertido en sectores clave, desde energía hasta infraestructura, y han ofrecido respaldo diplomático frente a las sanciones occidentales.
Washington, por su parte, ha respondido con una combinación de presión económica, sanciones dirigidas y despliegue militar en el Caribe, oficialmente centrado en la lucha contra el narcotráfico, pero que en la práctica refuerza su presencia en torno al territorio venezolano.
En este contexto, la aparición del Growler no es un gesto aislado: forma parte de una estrategia de presencia sostenida, que envía una doble señal. A Maduro, de que su entorno inmediato está vigilado y es vulnerable; a Moscú y Pekín, de que el Caribe sigue siendo un espacio donde Estados Unidos no está dispuesto a ceder iniciativa.