Ultimátum energético: Trump pone a la UE contra las cuerdas por Rusia
El último mensaje de Donald Trump a los aliados de la OTAN ha encendido las alarmas en las capitales europeas. El presidente estadounidense condicionó la imposición de nuevas sanciones “mayores” a Rusia a que los países europeos dejen de comprar petróleo ruso —directa o indirectamente— y deslizó aranceles del 50% al 100% para China e India. La advertencia, que llevaba días circulando en forma de filtraciones, llega ahora con nombre y apellidos y coloca a la Unión Europea ante una disyuntiva incómoda: pedir más dureza a Washington mientras mantiene abierta, por diversas vías, la llave de los hidrocarburos rusos.
Voces consultadas durante el debate apuntan a que el destinatario real del ultimátum es Europa. “Es un mensaje contra Europa”, resume el analista Eduardo, quien recuerda que las amenazas arancelarias a China e India ya forman parte del repertorio de Washington y que sus respuestas son previsibles. La novedad, sostiene, es el giro dialéctico para exponer la inconsistencia europea: exigir a la Casa Blanca más sanciones a Moscú mientras la UE continúa abasteciéndose de crudo y gas rusos, incluso a través de intermediarios.
Según esta lectura, el movimiento de Trump, más que un cambio de política inmediato, busca ganar terreno en el debate público y blindarse frente a futuras demandas europeas. “No podemos pedirle a Trump que haga más si nosotros no hacemos lo que lógicamente se nos puede pedir”, añade Eduardo. El argumento se apoya en una constatación incómoda: los regímenes de sanciones aplicados desde 2022 no han aislado a Rusia tanto como pretendía Occidente; más bien han acelerado la reconfiguración comercial hacia Brasil, India y, sobre todo, China.
La presión energética es el núcleo del problema. “Europa está condenada a comprar energía rusa, si no directamente, a través de terceros”, advierte el analista Fernando. Los intentos de sustituir el gas ruso con GNL estadounidense o suministros de Qatar chocan con límites físicos y contractuales: “No hay volumen suficiente para cubrir las necesidades de toda Europa”, recuerda. Y cuando hay oferta, Estados Unidos vende “al mejor postor”, sin prioridad automática para sus aliados. A ello se suma la naturaleza del gas de fracking —más costoso y con yacimientos de rápida declinación—, lo que dibuja un horizonte de abastecimiento incierto en la próxima década.
El chantaje energético, admite Fernando con crudeza, deja a la UE “con el cuello cogido”. En vísperas del invierno, Alemania y otros socios no quieren repetir episodios de reservas al límite. Francia, con su parque nuclear, juega otra liga; el resto acusa su dependencia. La frase electoral reciclada —“agárrales por los bajos y tendrás sus corazones y sus mentes”—, aplicada a la energía, resume la asimetría de la negociación.
En ese tablero, la estrategia comercial de Washington también genera dudas. Revertir a golpe de aranceles “cuarenta años de globalización que favorecieron a las multinacionales estadounidenses, pero dañaron a la economía real del país” puede ser lógico en el papel, pero no en plazos electorales, advierte Eduardo. Sin una política industrial sostenida —financiación, innovación, sustitución competitiva de importaciones—, el riesgo es que los aranceles acaben como prebendas de lobby: precios más altos sin reestructuración productiva.
El vector asiático añade complejidad. Para Fernando, Estados Unidos, consciente de sus límites en ocupaciones tradicionales tras Afganistán, multiplica estrategias de “cauterización” —bombardeos puntuales, guerras por delegación, desestabilización política— en regiones clave para China. Desde el conflicto en Myanmar hasta tensiones fronterizas entre Tailandia y Camboya o episodios de agitación en Nepal e Indonesia, el resultado buscado sería entorpecer corredores críticos de la Ruta de la Seda, como la conexión ferroviaria Laos–Singapur. Es una acusación discutible y difícil de probar en su totalidad, pero ilustra el marco mental de quienes ven una contención de Beijing “por cualquier medio” como prioridad de Washington, incluso a costa de romper cadenas de suministro globales.
En el corto plazo, la jugada política de Trump podría incluir una “salida por la tangente” si la UE no acompaña su dureza: “Europa no pone sanciones, yo no pongo sanciones”, esboza el presentador a modo de hipótesis. Sea o no ese el desenlace, el daño ya está hecho: la duda sembrada sobre la coherencia europea. Mientras tanto, el secretario del Tesoro estadounidense —de visita en Madrid para conversaciones con China y el acuerdo de TikTok— reforzó la línea roja: Estados Unidos no impondrá aranceles a productos chinos por comprar petróleo ruso “a menos que Europa haga lo mismo”.
¿Puede la Unión dar ese paso? “Europa no es dueña de sí”, responde tajante Fernando. La afirmación puede sonar excesiva, pero captura la fragilidad energética de los Veintisiete. Sin autonomía energética ni acceso holgado a minerales críticos, el continente transita un estrecho desfiladero entre sus principios declarados y las necesidades de su tejido productivo. Y con China consolidada como rival sistémico “formidable” —capacidad industrial, tecnológica y militar—, la presión estructural no hará sino aumentar.
La conclusión provisional es menos un veredicto que una advertencia: lo de Trump, por ahora, es sobre todo un movimiento dialéctico, pero no por ello inocuo. Exponer la dependencia energética europea y condicionar la arquitectura de sanciones eleva el coste político de cada decisión en Bruselas. Si la UE quiere ganar margen, deberá acelerar un giro realista: contratos firmes y transparentes de suministro, diversificación de fuentes, inversión acelerada en redes, almacenamiento y nuclear donde tenga sentido, y —quizá lo más difícil— una política industrial capaz de reducir vulnerabilidades sin caer en proteccionismos estériles. Porque mientras la energía siga siendo el “agarre” de la negociación, Europa discutirá de geopolítica con la calefacción en mente.
