El plan de paz de Trump para Ucrania propone levantar sanciones a Rusia
El borrador del plan de paz de 28 puntos impulsado por la administración Trump para poner fin a la guerra en Ucrania plantea el levantamiento progresivo de las sanciones contra Rusia, su reintegración económica y política en Occidente y un reparto territorial que consolidaría el control ruso sobre Crimea y el Donbás. A cambio, Ucrania renunciaría a entrar en la OTAN, aceptaría nuevas elecciones en 100 días y quedaría bajo un sistema de garantías de seguridad sin tropas de la Alianza en su territorio.
El debate sobre cómo terminar la guerra en Ucrania ha entrado en una fase radicalmente nueva con la filtración del plan de paz de 28 puntos diseñado por el equipo de Donald Trump. Lejos de limitarse a un alto el fuego, el documento propone una auténtica reconfiguración del mapa político, militar y económico entre Kiev, Moscú y Occidente, con un elemento central: el levantamiento gradual de las sanciones contra Rusia y su regreso a los grandes foros internacionales.
Según el texto, Washington impulsaría la reintegración de Rusia en la economía global, incluyendo su vuelta al formato del G8, del que fue expulsada tras la anexión de Crimea en 2014. Como parte del paquete, 100.000 millones de dólares procedentes de activos rusos congelados se destinarían a la reconstrucción de Ucrania. La letra pequeña, sin embargo, es contundente: el 50 % de los beneficios derivados de esos fondos iría a parar a Estados Unidos, y el resto del dinero congelado se canalizaría hacia una empresa conjunta entre Washington y Moscú.
En paralelo, el documento establece una arquitectura de seguridad que busca, sobre el papel, ofrecer garantías a ambas partes. Tanto Ucrania como Rusia recibirían compromisos de seguridad, pero el punto clave es el compromiso estadounidense de que Kiev no se incorporará a la OTAN y la prohibición expresa de desplegar tropas de la Alianza o de la Unión Europea en territorio ucraniano una vez terminado el conflicto. Es decir, una Ucrania formalmente independiente, pero estratégicamente neutralizada en el tablero militar occidental.
El precio territorial para Kiev también está claramente descrito. El plan contempla que Crimea, así como las regiones de Lugansk y Donetsk, sean reconocidas de facto como parte de Rusia, mientras que el resto del Donbás pasaría igualmente bajo control de Moscú. En la práctica, esto consolidaría todas las ganancias territoriales clave del Kremlin desde 2014, legitimándolas dentro de un acuerdo internacional.
Otro de los puntos más delicados del borrador es la exigencia de que Ucrania celebre nuevas elecciones en un plazo de 100 días tras la firma del acuerdo. Esta cláusula abre la puerta a un cambio político acelerado en Kiev en un contexto de fatiga de guerra, desplazamiento masivo de población y debate interno sobre la continuidad del liderazgo actual. Críticos del plan ya advierten de que esto podría interpretarse como una forma de presión directa sobre el gobierno ucraniano, obligándolo a revalidar su mandato en condiciones extremadamente complejas.
En conjunto, el esquema dibuja un intercambio de enorme calado:
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Moscú obtendría reconocimiento territorial, alivio de sanciones, acceso a capital internacional y un retorno simbólico al club de potencias del G8.
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Washington consolidaría su papel como arquitecto del acuerdo, captaría parte de los beneficios económicos de los activos rusos y reduciría el coste político y financiero de seguir armando a Ucrania.
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Kiev recibiría fondos para la reconstrucción, garantías de seguridad condicionadas y el fin formal de la guerra, pero a cambio de renunciar a territorios ocupados, a la vía de la OTAN y a aceptar una neutralidad estratégica difícil de encajar con el sacrificio realizado hasta ahora.
El plan, tal y como está redactado, sitúa a Ucrania ante un dilema de alto riesgo: aceptar un acuerdo que muchos en el país podrían percibir como una capitulación ordenada o rechazarlo y exponerse a un desgaste prolongado en el frente con un apoyo internacional menos intenso que en los primeros meses de la invasión.
Para Europa, la propuesta abre otro frente de inquietud. Levantar sanciones, devolver a Rusia a la mesa del G8 y reconocer de facto cambios territoriales por la fuerza puede sentar un precedente incómodo para el futuro orden de seguridad en el continente. La pregunta que sobrevuela Bruselas, Berlín o Varsovia es evidente: ¿qué mensaje envía este acuerdo a cualquier potencia dispuesta a redibujar fronteras por la vía militar?
Mientras continúan las negociaciones y los matices del texto siguen sujetos a cambios, el borrador filtrado deja clara una cosa: el llamado “plan de paz” no es solo un mecanismo para silenciar las armas, sino una propuesta para reordenar el equilibrio de poder entre Ucrania, Rusia y Occidente, con un protagonismo central de Estados Unidos y un coste geopolítico que, de momento, nadie sabe si Kiev ni Europa están dispuestos a asumir.

