Venezuela

El cerco económico y naval de Trump a Venezuela: ¿una guerra silenciosa con alto riesgo geopolítico?

Sanciones, bloqueos navales y señales contradictorias desde la Casa Blanca alimentan una ‘guerra psicológica’ que ya inquieta a China y encalla en sus propios límites

FOTO_PETROLERO_VENEZUELA
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La estrategia de máxima presión de la administración Trump contra Venezuela ha entrado en una fase en la que la diplomacia, la economía y el músculo militar se mezclan hasta volverse indistinguibles.
Las incautaciones de petroleros, los despliegues navales y los movimientos de sanciones apuntan a una ofensiva que varios analistas de Negocios TV describen ya como una forma de “piratería internacional”.
Sobre el papel, el objetivo es forzar a Caracas a aceptar una negociación en condiciones favorables para Washington; en la práctica, la operación empieza a tensionar también la relación con China, principal comprador del crudo venezolano.
Mientras tanto, los expertos descartan una invasión terrestre por su coste político y humano, al tiempo que señalan los límites jurídicos y estratégicos de una guerra a golpe de bloqueo y bombardeo selectivo.
El resultado es una partida de alto riesgo en la que la Casa Blanca podría estar jugando, además, con información defectuosa suministrada por sectores radicalizados de la oposición venezolana.
La pregunta ya no es solo qué hará Trump, sino cómo saldrá de una estrategia que encarece cada día su margen de maniobra.

Una estrategia de máxima presión con aroma a piratería

La ofensiva actual contra Venezuela encaja en el manual de “máxima presión” que Estados Unidos ha aplicado en otras crisis, pero con matices propios. Según explica Christian Lamesa, analista en Negocios TV, la combinación de sanciones financieras, incautación de cargamentos de crudo y presencia naval en rutas clave constituye de facto “una táctica que roza la piratería internacional”.
No se trata de acciones aisladas: Washington ha elevado en los últimos meses el número de interdicciones de petroleros que transportan crudo venezolano o productos refinados vinculados a la red estatal. Cada cargamento intervenido —valorado fácilmente en 50 o 60 millones de dólares— no solo golpea a la economía de Caracas, sino que envía un mensaje al resto de compradores: hacer negocios con Venezuela tiene un coste creciente.

El cálculo de la Casa Blanca es claro: estrangular las fuentes de divisas de Maduro hasta que el coste interno de resistir sea superior al de negociar. Pero la estrategia tiene un riesgo evidente. Cuanto más se radicalizan las medidas, más fácil es que otros actores —desde socios regionales hasta potencias como Rusia o China— perciban el movimiento como una externalización de la coerción estadounidense hacia terceros países y empresas, obligados a alinearse bajo amenaza de sanción.

Incautaciones con impacto global: el factor China en el tablero

Lamesa subraya un punto que en ocasiones se pasa por alto: China absorbe alrededor del 40%–50% del petróleo que Venezuela consigue colocar en el exterior, ya sea de forma directa o a través de intermediarios. Interferir en esas rutas conlleva un choque potencial con uno de los principales acreedores y socios estratégicos de Caracas.
Cada petrolero interceptado en el Caribe o en el Atlántico no es solo un golpe a PDVSA; es una fricción con los intereses energéticos chinos. Washington juega así una partida de doble filo: utiliza el control de las rutas y del sistema financiero para hacer valer su hegemonía logística, pero corre el riesgo de empujar a Pekín a reforzar aún más sus circuitos paralelos de comercio y pagos.

La ofensiva actual busca un efecto disuasorio: si los costes legales, reputacionales y financieros de comprar crudo venezolano suben por encima de cierto umbral, los compradores se retirarán. Sin embargo, potencias como China disponen de instrumentos —desde flotas “sombra” hasta aseguradoras propias— para resistir ese embate. El contraste es demoledor: lo que para Washington es presión legítima, para Pekín empieza a parecer un intento de condicionar directamente su seguridad energética.

La invasión que nadie quiere: los “ataúdes en EE. UU.”

En este contexto, muchos se preguntan si el siguiente paso podría ser una invasión terrestre. Emiliano García Coso, profesor en ICADE, lo descarta de plano. A su juicio, Trump no está dispuesto a asumir el coste humano y político que implicaría ver regresar cientos de “ataúdes en EE. UU.” por una operación en Venezuela.
Las experiencias de Irak y Afganistán pesan como una losa en la opinión pública. Una intervención de gran escala, con decenas de miles de soldados desplegados y un horizonte abierto de ocupación, sería difícilmente vendible en un país fatigado por dos décadas de guerras lejanas. Las encuestas internas, según recuerda Coso, muestran que el apoyo a aventuras militares cae en picado cuando se vislumbran bajas propias significativas.

Además, el terreno venezolano —con selvas, zonas urbanas densas y un entramado de milicias— convertiría cualquier invasión en una operación costosa, larga y con alto riesgo de insurgencia. La consecuencia es clara: el “botón” de la intervención terrestre existe, pero su coste es tan alto que, políticamente, está prácticamente blindado.

Bloqueo y bombardeos: la guerra posible según los expertos

Si la invasión terrestre está fuera de la mesa, ¿qué queda? García Coso apunta a una combinación de bloqueos navales y bombardeos selectivos como el escenario de guerra “posible” y, desde la óptica de Washington, más rentable. Se trataría de golpear infraestructuras estratégicas —refinerías, depósitos, nodos logísticos— y reforzar el cerco marítimo para asfixiar la capacidad de exportación y abastecimiento del régimen.

El objetivo último no sería ocupar el país, sino provocar fracturas dentro de las Fuerzas Armadas venezolanas. La esperanza de la Casa Blanca: que una parte de la élite militar, ante la perspectiva de un deterioro prolongado, opte por retirar su apoyo a Maduro o forzar una transición controlada.

Pero hasta ahora, ese guion no se ha cumplido. Las Fuerzas Armadas bolivarianas han mostrado una cohesión mayor de la esperada y han aprendido, además, de experiencias como las de Siria o Irán a dispersar y proteger activos críticos. Cada bomba lanzada o cada barco parado añade tensión, sí, pero no ha generado aún la implosión interna que algunos despachos en Washington daban casi por descontada.

Montego Bay y la legalidad internacional en el punto de mira

Otro de los elementos que preocupa a los analistas es el encaje jurídico de esta escalada. García Coso recuerda que muchas de las actuaciones en el mar colisionan con la Convención de Montego Bay de 1982, piedra angular del derecho del mar moderno. La interceptación de buques en aguas internacionales, bajo el pretexto de sanciones unilaterales no refrendadas por el Consejo de Seguridad de la ONU, se sitúa en una zona gris legal que otros países consideran directamente inaceptable.

Para Lamesa, el problema no es solo de principios, sino de precedentes: “Si se normaliza que una potencia pueda detener, registrar o confiscar cargamentos alegando sanciones propias, se abre la puerta a que otros Estados hagan lo mismo”. El resultado sería un sistema marítimo mucho más fragmentado, con rutas sometidas al capricho de coaliciones ad hoc y menos respeto por normas comunes.

El uso extensivo de sanciones secundarias y de poderes ejecutivos, además, refuerza la imagen de una Casa Blanca que actúa al margen de controles efectivos del Congreso y del escrutinio judicial. A medio plazo, esa percepción erosiona la legitimidad de Estados Unidos como árbitro del orden internacional al tiempo que alimenta discursos alternativos impulsados por Rusia o China.

Desinformación y espejismos: la hipótesis del “déficit de información” en la Casa Blanca

En el análisis de Adrián Zelaia emerge un factor menos visible pero crucial: la calidad de la información con la que toma decisiones la Casa Blanca. Según su hipótesis, parte de la estrategia de máxima presión se habría construido sobre un “déficit de información”, alimentado por sectores radicalizados de la oposición venezolana.

Estos actores habrían transmitido a Washington la idea de que existía un golpe interno inminente, o una fractura irreversible dentro del chavismo, lista para activarse en cuanto la presión externa alcanzase determinado nivel. Las promesas de “mutaciones internas” que nunca llegaron se habrían traducido en una prolongación de la ofensiva militar y económica mucho más costosa de lo previsto.

El resultado, según Zelaia, es un Trump atrapado entre la narrativa que él mismo ha construido —la de un régimen al borde del colapso— y una realidad en la que Maduro sigue en pie. Retroceder sin resultados visibles sería leído como una derrota estratégica, pero seguir escalando aumenta el riesgo de errores de cálculo, fricciones con aliados y desgaste interno.

Una apuesta sin salida fácil y con coste creciente

La suma de estos factores dibuja un escenario de alto riesgo y baja reversibilidad para la administración Trump. Cada petrolero incautado, cada despliegue de destructores y fragatas, cada sanción nueva suma presión sobre Caracas, pero también incrementa el coste reputacional y estratégico para Washington.

En el plano regional, muchos gobiernos latinoamericanos observan con creciente incomodidad una dinámica que revive fantasmas de intervenciones pasadas. En el global, potencias como China y Rusia aprovechan para reforzar su relato de un Estados Unidos que usa su dominio financiero y militar para imponer intereses propios.

La cuestión de fondo es si la Casa Blanca dispone de una salida política creíble. Un acuerdo negociado que levante parte de las sanciones a cambio de reformas internas en Venezuela podría presentarse como una victoria táctica; pero llegar a ese punto exige asumir públicamente que el escenario de colapso total del chavismo era, cuando menos, exagerado.

Mientras tanto, la “guerra psicológica y económica” sigue su curso. El bloqueo naval y las incautaciones de petroleros continúan, los expertos advierten de los límites legales y estratégicos, y Maduro mantiene el control interno. Cada día que pasa sin un desenlace claro refuerza la sensación de que la partida ya no se juega solo en el Caribe, sino también en el laberinto político de Washington, donde cualquier paso atrás se paga en votos… y cualquier paso adelante puede salir mucho más caro de lo previsto.

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