Lorenzo Ramírez

Lorenzo Ramírez desvela el pulso oculto tras Ucrania, la UE y la banca estadounidense

La UE acelera la vía ucraniana hacia 2027, baraja tocar activos rusos y choca con vetos internos mientras EE.UU. lidia con una crisis de liquidez y España con su propia corrupción estructural.

Lorenzo Ramírez en entrevista para Negocios TV, con el fondo de Berlín, momento clave para entender las negociaciones europeas y estadounidenses sobre Ucrania.<br>                        <br>                        <br>                        <br>
Lorenzo Ramírez en entrevista para Negocios TV

En una reunión maratoniana en Berlín, los negociadores europeos han puesto sobre la mesa un borrador de plan de paz que reordena el mapa de poder en el continente. Según el análisis del periodista económico Lorenzo Ramírez, el nuevo esquema pasaría por que Ucrania renuncie a entrar en la OTAN a cambio de acelerar su adhesión a la Unión Europea hacia 2027, pese a no cumplir aún los criterios formales.
Para llegar hasta ahí, Bruselas estaría explorando atajos legales y políticos que tensionan la unanimidad de los 27 Estados miembros y abren un conflicto directo con sectores como la agricultura y los fondos estructurales.


En paralelo, se discute la utilización de activos rusos congelados por valor de cientos de miles de millones, al tiempo que en Washington se agrava una crisis de liquidez que obliga a la Reserva Federal a intervenir sin descanso en el mercado repo.
Y, como telón de fondo, España aparece como ejemplo de corrupción estructural en obra pública y renovables, un recordatorio incómodo de cómo se distorsionan las decisiones económicas en el plano doméstico.

Un plan de paz con letra pequeña

La pieza central que describe Lorenzo Ramírez es un plan de paz revisado que busca sacar a Ucrania del limbo estratégico en el que lleva instalada desde 2014. La novedad es contundente: Kiev se vería empujada a renunciar formalmente a la OTAN como moneda de cambio para acelerar un camino hacia la UE que, en condiciones normales, podría tardar más de una década. Ahora se habla de 2027 como horizonte político, no técnico.

La lógica es clara: ofrecer a Ucrania un marco de integración económica y jurídica que haga tolerable la renuncia al paraguas militar atlántico, con la promesa de acceso pleno al mercado interior, fondos estructurales y libertad de movimiento. Pero la letra pequeña es inquietante. Los criterios de Copenhague —estado de derecho, lucha contra la corrupción, estabilidad institucional— están lejos de cumplirse de manera plena, y ningún funcionario en Bruselas puede sostener seriamente que el país esté listo en apenas dos años.

El resultado, advierte Ramírez, es un artefacto político diseñado para enviar una señal a Moscú y a Washington, más que un verdadero proceso de adhesión. Un instrumento de negociación que, sin embargo, obliga a reescribir reglas que sostienen desde hace 30 años la credibilidad de la ampliación europea.

Ucrania: adhesión acelerada y fractura en el corazón de la UE

El atajo que se discute en Berlín pasa por fórmulas como un “régimen de prueba” o adhesión parcial, que permitiría a Ucrania acceder a determinados programas, fondos y mercados sin completar todavía el proceso clásico. Sobre el papel, sería una forma de “anclar” a Kiev en el proyecto europeo y de mandar el mensaje de que el sacrificio de la OTAN tiene recompensa tangible.

Pero el coste interno es enorme. Países agrícolas del Este y del Sur temen que la entrada acelerada de un gigante agroalimentario como Ucrania, con millones de hectáreas de suelo fértil y costes laborales inferiores en un 30%–40%, hunda precios y desestabilice explotaciones familiares. Los gobiernos que hoy firman comunicados solemnes saben que mañana tendrán tractores bloqueando autovías y protestas frente a ministerios.

Además, la llegada anticipada de Ucrania obliga a reabrir el debate sobre el reparto de fondos estructurales. Si Kiev recibe un paquete de ayudas de decenas de miles de millones anuales, alguien tendrá que ver recortada su parte. Esa “alguien” suele ser la periferia que ya se siente maltratada. La cohesión, que se invoca en cada discurso, se convierte en la primera víctima de un proceso forzado.

Atajos legales y riesgo de choque institucional

Para salvar los vetos previsibles, Bruselas y varias capitales estarían explorando mecanismos excepcionales como el uso extensivo del artículo 122 del Tratado de Funcionamiento de la UE, concebido originalmente para gestionar crisis energéticas o emergencias económicas. La idea sería utilizarlo para sortear la unanimidad en cuestiones clave, tanto en la adhesión ucraniana como en el uso de activos rusos congelados.

Ramírez advierte que este movimiento puede convertirse en una bomba institucional. Romper de facto la regla de unanimidad en asuntos tan sensibles como ampliación, sanciones y financiación abre un melón difícil de cerrar: si hoy se usa contra el Kremlin, mañana podrá emplearse para imponer decisiones fiscales, energéticas o agrícolas a Estados miembros reticentes.

La erosión no sería solo jurídica. La sensación de que “Bruselas decide” por encima de los parlamentos nacionales alimentaría el discurso euroescéptico en países donde las fuerzas críticas ya suman entre el 20% y el 30% del voto. La paradoja es brutal: en nombre de defender el proyecto europeo frente a Rusia, se corre el riesgo de debilitarlo desde dentro.

La bomba de los activos rusos y la dependencia de Washington

La cuestión de los activos rusos congelados —en torno a 200.000–300.000 millones de euros entre reservas, depósitos y valores— es otro eje explosivo. El planteamiento más agresivo pasa no solo por usar los intereses generados, sino por tocar el principal para financiar la reconstrucción de Ucrania y respaldar garantías de seguridad. Sobre el papel, se presenta como una forma de hacer que Moscú pague parte de la factura de la guerra.

Pero, como subraya Ramírez, el coste potencial para Europa es enorme. Confiscar de facto esos activos lanza un mensaje claro a terceros países que mantienen reservas en euros: si cruzan ciertas líneas, su dinero ya no estará seguro. Eso puede acelerar el movimiento —lento pero constante— de diversificación hacia dólar, yuan u oro, reduciendo el peso del euro como moneda de reserva. Bastaría con que un 10%–15% de esas reservas migrara para tensionar la capacidad de financiación europea en los próximos años.

Además, este tipo de decisiones refuerzan la dependencia de Washington, que es quien marca el tono en el régimen de sanciones. Europa corre el riesgo de consolidarse como ejecutor financiero de una estrategia diseñada en la Casa Blanca, asumiendo en solitario buena parte de las consecuencias en su sistema bancario y en la confianza global en su moneda.

Estados Unidos: crisis de liquidez y la trastienda del dólar

Mientras en Berlín se debaten tratados y artículos, en Washington el problema se llama liquidez. Ramírez apunta a un mercado repo cada vez más tensionado, con la Reserva Federal obligada a desplegar operaciones diarias de decenas de miles de millones de dólares para evitar bloqueos en el engranaje financiero.

El cuadro es inquietante: un Tesoro que emite deuda a un ritmo superior al 7% del PIB anual, una Fed atrapada entre la lucha contra la inflación y la necesidad de sostener esa montaña de bonos, y bancos que recurren de nuevo —aunque nadie quiera decirlo abiertamente— a las mismas ventanas de liquidez que en 2019 y 2020. La sensación es la de un sistema que solo se mantiene en pie porque el banco central actúa como prestamista de última instancia permanente.

Este contexto reduce el margen de Estados Unidos para nuevos programas de ayuda masivos al exterior, incluidas las partidas destinadas a Ucrania y a Europa. De ahí que cada vez gane más peso la idea de que el Viejo Continente debe buscar mecanismos propios de financiación, aunque eso implique pisar terrenos jurídicos y monetarios hasta ahora intocables.

España: obra pública, renovables y una corrupción que no se corrige

En la parte final de la entrevista, Lorenzo Ramírez gira el foco hacia España y dibuja un paisaje poco halagüeño. Habla de corrupción estructural, no de casos aislados, en áreas como la obra pública, las renovables y las redes de influencia en empresas semipúblicas y reguladas. Su diagnóstico es que una parte relevante de los fondos —nacionales y europeos— se decide en mesas donde pesa más la proximidad política o empresarial que la eficiencia económica.

El resultado es un país donde grandes proyectos de infraestructuras y energía terminan costando un 20%–30% más de lo inicialmente previsto, con sobrecostes que se diluyen entre modificados, contratas y subcontratas. En el caso de las renovables, la combinación de subvenciones, cupos y regulación cambiante ha generado rentas extraordinarias para determinados actores mientras consumidores y pymes se enfrentan a una factura eléctrica entre las más altas de Europa.

En este marco, España aparece en el relato de Berlín no solo como socio de la UE, sino como ejemplo de cómo la mala gobernanza interna limita la capacidad de reaccionar a crisis exteriores. Un país que exige reglas al Kremlin y disciplina fiscal a terceros, pero que todavía no ha resuelto sus propias deformaciones institucionales.

Escenarios para Europa y los mercados

La radiografía de Ramírez deja sobre la mesa varios escenarios. En el más optimista, la UE logra articular un acuerdo de paz parcial que consolide a Ucrania como candidato firme, sin romper del todo la unanimidad ni incendiar los sectores económicos más sensibles. Los activos rusos se usan de forma limitada —por ejemplo, solo los intereses— y se evita cruzar la línea roja de la expropiación total.

En un guion menos benigno, la presión por acelerar decisiones y “castigar” a Moscú lleva a emplear mecanismos de excepción como el artículo 122 de forma expansiva. Algunos Estados se sienten atropellados, el euro pierde atractivo como moneda de reserva y los partidos euroescépticos capitalizan el malestar en las urnas.

Todo ello, mientras Estados Unidos navega una crisis financiera silenciosa en su sistema de deuda y liquidez, y España sigue arrastrando un modelo económico donde la captura regulatoria y la corrupción de baja intensidad condicionan inversiones clave.

El diagnóstico es inequívoco: lo que Lorenzo Ramírez ha descrito desde Berlín no es una simple negociación más, sino el intento de reescribir las reglas de seguridad, soberanía y financiación en Occidente. La gran incógnita es si las instituciones estarán a la altura de esa reescritura o si, empujadas por la urgencia política, terminarán abriendo grietas que tardarán décadas en cerrarse.

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