Sheinbaum

Sheinbaum abre la puerta a militares de EEUU y reaviva el debate sobre la soberanía

La presidenta pide al Senado autorizar la entrada de 29 soldados estadounidenses para entrenar a la Armada mientras crece la presión de Washington y el fantasma de la intervención vuelve al centro del tablero político mexicano.

Claudia Sheinbaum durante su conferencia de prensa donde explicó la solicitud al Senado mexicano para permitir la entrada de militares estadounidenses.<br>                        <br>                        <br>                        <br>
Claudia Sheinbaum durante su conferencia de prensa donde explicó la solicitud al Senado mexicano para permitir la entrada de militares estadounidenses.

La decisión de Claudia Sheinbaum de solicitar al Senado la entrada de 29 militares estadounidenses para entrenar a la Armada ha detonado un debate que México conoce bien: dónde termina la cooperación en seguridad y dónde empieza la cesión de soberanía.
La petición llega tras meses de presión de la administración Trump, que ha insinuado en varias ocasiones el envío de tropas a México para combatir al narcotráfico, alimentando recelos históricos a ambos lados de la frontera.


El Gobierno insiste en que no habrá presencia militar estable ni cesión de territorio, y que se trata de un programa acotado, técnico y temporal.
Sin embargo, la memoria de intervenciones pasadas y la fragilidad institucional en materia de seguridad convierten un “simple curso” en un movimiento cargado de consecuencias políticas. Lo que está en juego no es solo el formato de un adiestramiento, sino la forma en que México quiere relacionarse con su vecino más poderoso en el terreno más sensible de todos: el de las armas y la violencia organizada.

Un permiso para 29 militares que pesa como si fueran miles

Sobre el papel, la solicitud de Sheinbaum es limitada: 29 efectivos de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, en una misión de instrucción concreta, con inicio y fin definidos y sin autorización para realizar operaciones de combate en territorio mexicano. El Ejecutivo lo presenta como parte de una cooperación rutinaria, similar a ejercicios y cursos que se han desarrollado en las últimas dos décadas.

Sin embargo, el contexto convierte este permiso acotado en un símbolo. En un país que ha sufrido intervenciones directas y veladas de su vecino del norte, cada uniforme extranjero que pisa suelo nacional se lee como una señal política. Más aún cuando la violencia interna sigue desbordada: México registra de manera recurrente más de 25.000–30.000 homicidios anuales, buena parte vinculados al crimen organizado.

Este hecho revela la paradoja central: el Estado mexicano necesita reforzar capacidades técnicas y operativas —en especial en su Armada, clave en la lucha contra el tráfico marítimo de drogas, armas y precursores químicos—, pero cada gesto de cooperación con Washington alimenta el temor a una dependencia estratégica difícil de revertir.

El candado constitucional y el papel del Senado

La Constitución mexicana es explícita: ninguna tropa extranjera puede ingresar al país sin autorización del Congreso. Ese candado, concebido como muro de contención frente a injerencias externas, convierte al Senado en actor decisivo. Sheinbaum ha optado por respetar el procedimiento al milímetro: solicitud formal, motivación escrita y limitación clara de objeto y plazo.

El debate parlamentario, sin embargo, no será técnico. Las bancadas de oposición ya han advertido que cualquier voto a favor se interpretará como un cheque en blanco a una posible escalada militar futura. Del otro lado, los defensores del programa señalan que México mantiene desde hace años intercambios similares con otros países —incluidos ejercicios con fuerzas europeas y latinoamericanas— sin que nadie hable de pérdida de soberanía.

La tensión es evidente: si el Senado rechaza la autorización, lanzará un mensaje de distancia con Washington justo cuando la cooperación frontal contra el narcotráfico es más necesaria. Si la aprueba sin condiciones, abrirá un flanco político que la oposición explotará para pintar a la presidenta como demasiado complaciente con la Casa Blanca.

Trump, el narcotráfico y el fantasma de la intervención

El contexto internacional no ayuda. Donald Trump ha declarado en más de una ocasión que estaría dispuesto a enviar tropas a territorio mexicano para “erradicar” cárteles y laboratorios de fentanilo, llegando incluso a hablar de designar a ciertas organizaciones criminales como entidades terroristas. Aunque la Casa Blanca matiza el alcance de esas amenazas, el mensaje cala en la opinión pública mexicana.

En ese marco, la llegada de 29 instructores, por muy acotada que sea, se percibe en algunos sectores como el primer paso de una pendiente resbaladiza. El miedo no es tanto que estos militares participen en operaciones directas —algo expresamente descartado por el Gobierno—, sino que se consolide una narrativa según la cual México no puede gestionar en solitario su principal crisis de seguridad.

Para Washington, la jugada es también estratégica. Con más del 85% del fentanilo que llega a Estados Unidos vinculado a rutas que pasan por México, la presión doméstica es enorme. Mostrar avances en cooperación militar, por mínimos que sean, permite a Trump presentarse ante su electorado como “duro con los cárteles” sin desplegar aún una operación a gran escala. La línea entre cooperación y espectáculo político es, una vez más, muy fina.

Cooperación militar: rutina, recelos y líneas rojas

Sheinbaum insiste en que el programa es técnico, limitado y previamente pactado. Se trataría, según la versión oficial, de cursos sobre tácticas navales, inteligencia, logística y lucha contra el tráfico ilícito impartidos en instalaciones de la propia Armada mexicana, sin bases compartidas ni derechos de despliegue permanente. Este tipo de actividades forman parte desde hace años de la cooperación bilateral, primero bajo la Iniciativa Mérida y después bajo marcos más discretos.

Aun así, la percepción social no es menor. En un país donde la confianza en las instituciones de seguridad ronda a menudo el 30%–35%, la idea de que fuerzas extranjeras participen en su formación despierta recelos. ¿Se está importando doctrina de combate basada en la lógica de teatro de operaciones, incompatible con la realidad de comunidades rurales? ¿Se prioriza la mirada de Washington sobre la complejidad social mexicana?

Los defensores de la cooperación responden con otra batería de datos: las fuerzas de seguridad mexicanas se enfrentan a organizaciones con armamento de grado militar, capacidad financiera multimillonaria y redes transnacionales. Pretender enfrentar ese desafío en clave exclusivamente doméstica, argumentan, es tan simbólico como ineficaz.

El cálculo político de Sheinbaum

Para la presidenta, la jugada es tan delicada como inevitable. Por un lado, necesita mantener una relación fluida con Estados Unidos, principal socio comercial de México —el intercambio bilateral supera los 700.000–800.000 millones de dólares anuales— y actor determinante en la agenda migratoria y de seguridad. Por otro, no puede permitirse erosionar su imagen interna como garante de la soberanía nacional.

De ahí el énfasis en tres mensajes: no hay cesión de territorio, no se trata de una base militar y no habrá operaciones conjuntas en suelo mexicano. Todo se enmarca en un acuerdo “de rutina”, con números cuidadosamente contenidos —29 militares, ni uno más— y un relato de control absoluto por parte de la Armada.

Pero la política rara vez se ajusta a los matices. Para la oposición, la imagen de Sheinbaum pidiendo permiso al Senado para que entren tropas estadounidenses será un recurso recurrente en discursos y campañas. Para los sectores más críticos del oficialismo, el episodio reabre dudas sobre hasta qué punto el Gobierno está dispuesto a ceder margen en seguridad a cambio de estabilidad económica y apoyo diplomático.

Riesgos y oportunidades en la relación bilateral

Más allá del ruido interno, el movimiento tendrá consecuencias en la relación con Washington. Si el Senado aprueba la entrada, la Casa Blanca lo leerá como una señal de confianza y de disposición a profundizar en la cooperación. Eso puede traducirse en mayor coordinación de inteligencia, apoyo tecnológico y, eventualmente, nuevos programas de financiación para equipos y capacitación.

El riesgo es que Estados Unidos interprete ese gesto como una carta blanca para endurecer exigencias en otros frentes: extradiciones más rápidas, objetivos concretos sobre decomisos, cambios en leyes nacionales relacionadas con terrorismo o crimen organizado. Cada paso adelante en cooperación trae aparejada la tentación de estirar los límites de lo que México está dispuesto a aceptar.

Si, por el contrario, el Senado rechaza la autorización, el mensaje será el opuesto. Washington podría usar el episodio como prueba de que México “no hace lo suficiente” contra los cárteles, alimentando discursos a favor de medidas unilaterales más agresivas: desde sanciones financieras a individuos hasta operaciones encubiertas, pasando por restricciones comerciales encadenadas al desempeño en materia de seguridad.

Seguridad vs. soberanía: un equilibrio cada vez más frágil

En el fondo, el caso de los 29 militares es solo la manifestación más visible de un dilema mucho más profundo: cómo puede México reforzar sus capacidades de seguridad sin renunciar a la defensa irrestricta de su autonomía nacional. Con un crimen organizado capaz de controlar territorios, financiar campañas locales y corromper estructuras estatales, la tentación de apoyarse en el poderío militar y tecnológico estadounidense es comprensible.

Pero la historia muestra que las líneas rojas se cruzan con facilidad cuando la urgencia manda. Lo que hoy se presenta como un curso de adiestramiento de dos semanas puede ser usado mañana como precedente para ampliar despliegues, compartir bases o abrir la puerta a operaciones menos transparentes. La única garantía real reside en la vigilancia ciudadana, el escrutinio parlamentario y la transparencia en cada acuerdo.

El diagnóstico es inequívoco: el caso Sheinbaum–Senado–29 militares de EEUU no es un episodio aislado, sino el primer test de una presidencia obligada a navegar entre la exigencia de paz interna y la presión externa de un vecino que no dudará en convertir la seguridad compartida en moneda de cambio política. De cómo se resuelva este pulso dependerá no solo el curso de la relación bilateral, sino la manera en que México define, de una vez por todas, los contornos de su soberanía en el siglo XXI.

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