Europa se juega 90.000 millones para Ucrania: tropieza el plan con activos rusos
Europa se endeuda por Ucrania mientras Trump y China mueven ficha.
Europa ha cerrado por fin un nuevo paquete de 90.000 millones de euros para sostener a Ucrania los próximos dos años, pero la forma de financiarlo ha dejado más preguntas que respuestas. El bloque ha renunciado, por ahora, a utilizar los activos rusos congelados y optará por endeudarse en los mercados, trasladando el coste a los contribuyentes europeos. Al mismo tiempo, en Estados Unidos, Donald Trump reaparece en clave económica fusionando su grupo mediático con TAE Technologies, una apuesta de 6.000 millones de dólares por la fusión nuclear que dispara la cotización más de un 40%. Y, en paralelo, China avanza en silencio: actualiza viejas máquinas de ASML para seguir fabricando chips de inteligencia artificial pese a las restricciones de Washington. Tres movimientos que, juntos, dibujan un tablero global de apoyos militares, guerras comerciales y carrera tecnológica mucho más inestable de lo que admiten los discursos oficiales.
Un acuerdo europeo con demasiada letra pequeña
El acuerdo europeo sobre Ucrania llega tras semanas de negociaciones tensas que han visualizado el desgaste interno del proyecto comunitario. La cifra —90.000 millones en dos años— permite a Kiev ganar oxígeno fiscal, mantener el esfuerzo bélico y evitar un colapso abrupto del Estado, pero el modo de financiar esa ayuda revela las fisuras de fondo.
La idea inicial era utilizar, al menos parcialmente, los activos rusos congelados en la UE, presentándolo como una fórmula “justa” y políticamente digerible: que sea Moscú, y no el contribuyente europeo, quien pague parte de la factura de la guerra. Sin embargo, países como Bélgica han frenado la operación al considerar que el riesgo jurídico y financiero es demasiado elevado y que, en última instancia, podrían acabar respondiendo con dinero público si se pierden pleitos o se deteriora el valor de esos activos.
El resultado es una solución híbrida que salva la foto de unidad, pero deja claro que la UE no ha resuelto su dilema de fondo: cómo sostener una guerra larga sin reventar sus propios equilibrios internos.
Eurobonos para la guerra y factura para el contribuyente
Ante el bloqueo sobre los activos rusos, los líderes europeos han optado por la vía conocida: emitir deuda conjunta. En 2026 y 2027, Bruselas colocará en los mercados nuevos eurobonos para financiar el paquete a Ucrania, reproduciendo en buena medida el esquema utilizado durante la pandemia.
En la práctica, esto significa que la guerra se financiará con cargo a los contribuyentes europeos del futuro. Los Estados asumirán una parte de la deuda de forma proporcional, en un contexto en el que muchos presupuestos nacionales siguen tensionados por el aumento del gasto en defensa, la transición energética y los intereses de una deuda que ya supera en varios países el 100% del PIB.
A ello se suma la resistencia de socios como Hungría, reacios a respaldar emisiones ligadas explícitamente al esfuerzo bélico ucraniano. El texto final incluye una especie de “cláusula de paz”: si se alcanza un alto el fuego estable o un acuerdo político, los desembolsos podrían revisarse o detenerse. Es un guiño a las capitales más reticentes, pero también una forma de admitir que la UE compra tiempo con deuda mientras confía en que el conflicto no se eternice.
El giro agrícola y el freno a Mercosur
Las fisuras comunitarias no se limitan al terreno geopolítico. La rabia del campo europeo ha vuelto a imponerse en Bruselas. La preocupación por la entrada masiva de productos agrícolas a bajo precio desde América Latina ha encendido protestas de agricultores en varios países, obligando a los líderes a posponer hasta enero la firma del acuerdo comercial con Mercosur.
La primera ministra italiana, Giorgia Meloni, ha jugado un papel clave en ese aplazamiento, presionando para ganar tiempo con Brasil y renegociar cláusulas sensibles en materia de agricultura y empleo. Roma, París y otras capitales temen que un acuerdo firmado sin salvaguardas agrave la crisis de rentabilidad de miles de explotaciones y acelere el abandono rural.
El contraste es llamativo: mientras la UE se presenta como campeona del libre comercio y del apoyo a Ucrania, en casa crece el miedo a un efecto dominó económico y social. Si los agricultores perciben que se les sacrifica en nombre de la geopolítica y del clima, el coste político podría dispararse en las próximas elecciones europeas y nacionales. El mensaje de fondo es claro: sin un reequilibrio entre apertura comercial y protección interna, la cohesión del proyecto europeo seguirá resquebrajándose.
Trump reaparece en la carrera de la fusión nuclear
En paralelo al ruido europeo, Donald Trump vuelve a acaparar titulares por una vía inesperada: la energía del futuro. Su empresa Trump Media & Technology Group ha anunciado su fusión con TAE Technologies, una compañía centrada en la fusión nuclear, en una operación valorada en 6.000 millones de dólares. El mercado ha reaccionado con un salto superior al 40% en la cotización, impulsado por la combinación explosiva de política, tecnología y narrativa de “revolución energética”.
La fusión nuclear lleva décadas vendiéndose como la promesa de una energía limpia, abundante y casi ilimitada, aunque siempre “a 20 años vista”. La entrada de Trump en este terreno mezcla inversión real con un alto componente de marketing político: su figura actúa como imán para inversores minoristas, pero también introduce dudas sobre el grado de rigor técnico que marcará las decisiones empresariales.
En cualquier caso, el movimiento consolida un mensaje: la próxima gran batalla por el liderazgo global no será solo militar o digital, sino también energética. Si la fusión llega a ser viable comercialmente, quien lidere esa tecnología tendrá una palanca de poder equivalente a la del petróleo en el siglo XX. Y Trump, fiel a su estilo, prefiere estar en el centro de esa conversación.
China explota las grietas del veto tecnológico
Mientras Occidente discute sobre financiación, fusiones y tratados, China actúa. Según el Financial Times, las fábricas chinas han logrado reprogramar y actualizar máquinas de litografía DUV de ASML, teóricamente obsoletas y sujetas a restricciones, para producir chips avanzados destinados a smartphones y sistemas de inteligencia artificial.
El truco consiste en combinar estas máquinas —como el modelo Twinscan NXT:1980i— con herramientas y procesos desarrollados localmente, forzando al límite su capacidad para alcanzar nodos en torno a los 7 nanómetros. En la jerga del sector, esos “nanómetros” ya no describen una dimensión física exacta, sino la generación tecnológica del chip: suficiente para competir en muchas aplicaciones de IA, aunque no en la gama más puntera.
Esta estrategia convierte los controles de exportación de Washington y La Haya en un campo de batalla técnico. Cada limitación sobre una máquina concreta genera un incentivo para que Pekín exprima equipos antiguos, construya sustitutos domésticos o avance en ingeniería inversa. El mensaje es incómodo para Occidente: incluso con un muro regulatorio complejo, China sigue encontrando grietas por las que colarse en la carrera de la IA.
Un tablero global cada vez más fragmentado
El resultado de estos movimientos simultáneos es un mapa geopolítico más fragmentado y más caro. Europa se compromete con Ucrania, pero lo hace vía deuda, renunciando por ahora a una solución innovadora basada en activos rusos y asumiendo el desgaste interno de decisiones impopulares. Estados Unidos ve cómo uno de sus líderes políticos más polarizantes intenta capitalizar el relato de la “energía del futuro” a través de la fusión nuclear, en un momento en el que la transición energética exige inversiones gigantescas y certezas tecnológicas, no solo titulares.
China, por su parte, consolida su imagen de actor paciente y pragmático: no confronta abiertamente los vetos, los rodea. En lugar de esperar a que se levanten las restricciones, reconfigura lo que tiene, perfecciona procesos y sigue ganando terreno en inteligencia artificial y semiconductores.
El diagnóstico es inequívoco: ya no existe una única “partida” global, sino varias partidas solapadas —guerra en Ucrania, comercio agrícola, energía del futuro, chips de IA— en las que los mismos actores juegan a la vez como aliados, rivales y socios incómodos. La gran duda es si las democracias occidentales serán capaces de coordinar su respuesta sin romperse por dentro, mientras regímenes más verticales como el chino aprovechan esa descoordinación para acelerar su propio proyecto de poder.


