Alerta máxima en Ucrania: derribados más de 50 drones en un nuevo ataque ruso
Kiev repele la mayor ofensiva combinada de las últimas semanas, derriba 52 aparatos y alerta de que sus defensas antiaéreas se acercan al límite operativo
De madrugada, el cielo ucraniano volvió a convertirse en frente de guerra. Rusia lanzó una ofensiva aérea compleja, combinando misiles balísticos Iskander-M con un enjambre de alrededor de 60 drones dirigidos contra múltiples regiones del país. La Fuerza Aérea de Ucrania asegura haber derribado al menos 52 aparatos, además de neutralizar uno de los dos misiles balísticos. Sin embargo, ocho drones lograron impactar en cinco zonas distintas, recordando que incluso un porcentaje alto de interceptación no elimina el riesgo sobre infraestructuras críticas.
Este nuevo golpe llega en un momento de agotamiento material y humano tras casi tres años de guerra abierta. Desde Kiev, el mensaje es inequívoco: la capacidad de defensa se mantiene, pero el margen de maniobra se reduce y el coste económico se dispara. La cuestión ya no es solo cuántos ataques puede soportar Ucrania, sino cuánto tiempo puede seguir haciéndolo sin un salto cualitativo en apoyo técnico y logístico internacional.
Un ataque masivo antes del amanecer
El parte oficial describe una ofensiva calculada al milímetro. En plena madrugada, cuando la población civil duerme y la visibilidad es menor, Rusia activó un ataque en oleadas destinado a saturar los radares y sistemas de defensa ucranianos. No se trató de un simple lanzamiento aislado, sino de una operación coordinada con trayectorias cambiantes y rutas que atravesaron las regiones norteñas, occidentales y meridionales del país.
El objetivo, según fuentes militares ucranianas, no era solo destruir objetivos concretos, sino poner a prueba la resiliencia del escudo antiaéreo. Los drones partieron de distintas zonas bajo control ruso o aliado: áreas como Oriol, Kursk y Briansk, así como Primorsko-Ajtarsk en el sur, figuran entre los puntos de lanzamiento. A ello se suman movimientos registrados en la península de Crimea, ocupada desde 2014, con referencias a zonas próximas a Hvardiiske y Chauda.
Este despliegue revela una estrategia que mezcla presión militar y psicología del miedo. Al dispersar los vectores de ataque, Moscú obliga a Ucrania a reaccionar simultáneamente en múltiples frentes, consumiendo munición antiaérea, horas de vuelo y recursos logísticos que son cada vez más difíciles de reponer.
Misiles Iskander y enjambres de drones
El uso de dos misiles balísticos Iskander-M añade una dimensión cualitativa al ataque. Se trata de armas de largo alcance y alta velocidad, capaces de maniobrar en vuelo y complicar su interceptación. Combinados con un despliegue de decenas de drones de reconocimiento y ataque, conforman un patrón que se ha consolidado en los últimos meses: misiles para romper defensas y drones para buscar brechas.
En este caso, la Fuerza Aérea ucraniana asegura haber derribado uno de los dos Iskander y neutralizado la mayor parte del enjambre, con al menos 52 drones abatidos. Eso supone una tasa de interceptación cercana al 87%, una cifra elevada que, sin embargo, es insuficiente para garantizar la protección absoluta. Los ocho aparatos que lograron llegar a sus objetivos bastan para provocar daños relevantes, especialmente cuando se dirigen a subestaciones eléctricas, depósitos de combustible o infraestructuras de transporte.
Este hecho revela un cambio estructural en la guerra moderna: la cantidad importa tanto como la calidad. Un país puede derribar la mayoría de los proyectiles y, aun así, sufrir daños constantes si el adversario mantiene la cadencia de lanzamientos. Es la lógica de la guerra de saturación, donde se busca desgastar tanto el material como la moral del enemigo.
Una defensa aérea al límite
La respuesta ucraniana combinó baterías antiaéreas fijas, unidades móviles y sistemas de guerra electrónica. En las últimas ofensivas, Kiev ha demostrado una notable capacidad de adaptación, integrando equipos de procedencia diversa —desde sistemas soviéticos modernizados hasta plataformas occidentales— en una red de defensa que, sobre el papel, cubre buena parte del territorio.
En esta ocasión, las unidades móviles jugaron un papel clave. Equipos desplegados en rutas probables de vuelo de los drones consiguieron interceptar varios aparatos a baja cota, mientras que los sistemas de guerra electrónica desorientaron y desviaron parte de los vectores antes de que alcanzaran áreas densamente pobladas. Sin embargo, cada una de estas operaciones consume recursos que no son infinitos: misiles interceptores con un coste que puede oscilar entre los 100.000 y los 500.000 dólares por unidad, combustible, mantenimiento y personal altamente cualificado.
Lo más grave, advierten fuentes militares, es el desgaste acumulado. Tras centenares de ataques similares, muchos de los sistemas funcionan por encima de los ciclos de uso previstos, y la rotación de personal resulta cada vez más difícil. “Podemos seguir defendiendo nuestras ciudades, pero cada noche como esta nos acerca un poco más al límite de lo sostenible”, admiten oficiales sobre el terreno.
Infraestructuras en riesgo y daños ocultos
Aunque las autoridades han evitado ofrecer un balance detallado de los impactos, reconocen que ocho drones alcanzaron objetivos en cinco áreas distintas. En una guerra de este tipo, los daños no siempre se miden en edificios derrumbados, sino en golpes precisos a nodos clave de la red energética, de transporte o de comunicaciones.
Los ataques recientes han mostrado un patrón: impacto sobre subestaciones eléctricas regionales, estaciones de transformación y depósitos vinculados a la logística militar. Bastan unos pocos aciertos para dejar sin suministro a decenas de miles de personas durante horas o días, con efectos en cascada sobre hospitales, industrias y servicios básicos. En varios informes internos se señala que el coste de reparación de ciertas infraestructuras críticas se ha disparado más de un 40% desde el inicio de la guerra, por la escasez de repuestos y la inflación en materiales como el acero o el cobre.
Además, existe un componente menos visible: la fatiga social. Cada alerta aérea, cada noche de explosiones en el cielo, erosiona la resistencia psicológica de una población que encadena ya más de mil días de conflicto. El resultado es una mezcla de resiliencia y agotamiento que condiciona tanto la economía interna como la capacidad de movilización para el frente.
La guerra de desgaste que vacía a Ucrania
El ataque encaja en la estrategia de guerra de desgaste que Moscú ha desplegado en los últimos meses: golpear con frecuencia, forzar a Ucrania a gastar munición cara y dejar que el tiempo juegue a favor del agresor. Mientras Kiev calcula cada misil interceptor, Rusia puede producir y adaptar drones relativamente baratos, incluso utilizando plataformas civiles modificadas.
En términos económicos, la asimetría es evidente. El coste de derribar un dron puede ser diez o veinte veces superior al de producirlo, especialmente si se emplean sistemas de alta gama. Esta brecha convierte cada ofensiva en una doble factura para Ucrania: la del daño directo de los impactos y la del dinero invertido en frenarlos.
El diagnóstico es inequívoco: si la dinámica actual se mantiene, el país corre el riesgo de ver erosionada su base industrial y su capacidad fiscal, al tener que destinar una parte creciente del presupuesto a la defensa inmediata, en detrimento de inversión en reconstrucción o servicios sociales. La guerra deja de ser solo un conflicto territorial para convertirse en una competición de fondos, producción y resistencia económica.
El cálculo estratégico de Moscú
Desde la óptica rusa, este tipo de ofensivas sirve a varios objetivos simultáneos. En primer lugar, mantener la iniciativa militar y obligar a Kiev a reaccionar, en lugar de permitirle concentrar recursos en contraofensivas terrestres. En segundo término, probar la capacidad de respuesta occidental, midiendo cuán rápido llegan los repuestos, los sistemas adicionales y el apoyo político.
Al extender el ataque a múltiples regiones y utilizar plataformas lanzadas desde territorios como Oriol, Kursk, Briansk, Primorsko-Ajtarsk y Crimea, Moscú envía además un mensaje a su propia población: el frente no está limitado a la línea de contacto, sino que forma parte de una “operación especial” de alcance amplio. La narrativa interna se alimenta de estas acciones para justificar el esfuerzo bélico y preparar a la ciudadanía para un conflicto prolongado.
Este hecho revela que Rusia no solo busca victorias tácticas, sino desgastar la paciencia internacional. Cada nueva oleada de misiles y drones, cada imagen de destrucción, pone a prueba la cohesión de las alianzas que sostienen a Ucrania.
Dependencia crítica del apoyo occidental
En Kiev, la lectura es clara: sin un refuerzo sostenido del apoyo técnico y logístico occidental, el margen de resistencia se estrecha. Ucrania necesita no solo más sistemas antiaéreos, sino también munición, radares, capacidades de guerra electrónica y, sobre todo, previsibilidad en las entregas. La improvisación es el peor enemigo de una defensa que debe operar 24/7.
Según estimaciones internas, el país requiere mantener un inventario mínimo de miles de misiles interceptores al año para afrontar el nivel actual de ataques, cifra que podría aumentar si Rusia intensifica la producción de drones y munición guiada. Cada retraso en la llegada de ayuda se traduce en zonas de vulnerabilidad que el adversario tratará de explotar.
La pregunta que flota en el aire es inevitable: “¿Cuánto puede aguantar Ucrania sin un salto de calidad en su escudo antiaéreo?”. La determinación política sigue siendo alta, pero la aritmética del material es implacable. La guerra ha dejado de ser un sprint; es una maratón en la que la capacidad de sostener el esfuerzo marcará el resultado final.
Este ataque masivo no parece un episodio aislado, sino un ensayo de futuras ofensivas combinadas. Si Moscú percibe que la defensa ucraniana muestra grietas en determinadas regiones o momentos del día, es previsible que intensifique el uso de drones y misiles, quizá combinándolos con operaciones terrestres localizadas para aprovechar el desconcierto.
Para Ucrania, el reto inmediato es doble: reparar los daños sufridos en las últimas horas y, al mismo tiempo, reforzar las zonas que han demostrado mayor vulnerabilidad. En paralelo, el gobierno de Kiev redoblará sus mensajes hacia las capitales occidentales, insistiendo en que cada retraso en el envío de sistemas y munición se traduce en noches como esta, con cielos llenos de destellos y sirenas.
La imagen del vídeo que acompaña estas horas —un cielo negro surcado por trazas antiaéreas y explosiones de drones rusos interceptados— resume el momento que vive el país: una nación exhausta, pero todavía en pie, enfrentándose a una maquinaria militar que busca ganar por agotamiento. Lo que ocurra en el aire de Ucrania en los próximos meses determinará no solo el curso de la guerra, sino el equilibrio de seguridad en Europa durante la próxima década.

