Atentado en una mezquita de Homs sacude la frágil Siria post-Asad
La explosión durante la oración del viernes deja al menos ocho muertos y decenas de heridos y revela el vacío de seguridad tras el derrocamiento del régimen
La ciudad de Homs, símbolo de la devastación de la guerra siria, vuelve a convertirse en sinónimo de duelo. El viernes 26 de diciembre, una explosión dentro de la mezquita Imán Alí bin Abi Talib dejó al menos ocho muertos y más de 30 heridos, muchos de ellos en estado crítico, cuando el templo estaba lleno de fieles en la oración del mediodía.
No se trata solo de un nuevo atentado en un país castigado por más de 13 años de conflicto: el ataque llega semanas después del derrocamiento de Bashar al-Asad, en un momento en el que el Estado apenas empieza a rearmar instituciones y fuerzas de seguridad.
El Ministerio del Interior habla de “acto terrorista” y la Liga Árabe se ha apresurado a condenar lo ocurrido. Pero la reivindicación por parte de un grupo poco conocido, Saraya Ansar al-Sunna, y las sospechas de vínculos con células residuales del Estado Islámico dibujan un escenario más inquietante.
La consecuencia es clara: la Siria post-Asad no está solo ante un reto de reconstrucción económica, sino ante una batalla existencial por el control del territorio y la legitimidad del nuevo poder.
Una explosión en el momento y el lugar más sensibles
El dispositivo explosivo fue activado en el peor minuto posible: la oración del viernes al mediodía, cuando la mezquita Imán Alí bin Abi Talib alcanza su mayor aforo semanal. El artefacto, según el Ministerio del Interior, habría sido colocado en el interior del templo, cerca de la zona de entrada, buscando maximizar víctimas y confusión.
Las primeras imágenes muestran una nave principal parcialmente colapsada, ventanas reventadas y restos del techo esparcidos sobre alfombras aún manchadas de sangre. En pocos segundos, un espacio reservado a la oración se transformó en un escenario de pánico, con decenas de personas intentando huir a la vez por las mismas salidas estrechas.
Los equipos de emergencia tardaron menos de 15 minutos en llegar, un tiempo relativamente corto en una ciudad donde muchas infraestructuras sanitarias fueron destruidas durante los años de guerra. Sin embargo, el daño ya estaba hecho: los servicios médicos locales, saturados y mal financiados, tuvieron que improvisar triages en el exterior de la mezquita y derivar heridos a hospitales de otras zonas.
Este hecho revela la gravedad de la situación: incluso en un momento de aparente transición hacia la estabilidad, Homs sigue viviendo con estructuras de protección colapsadas, incapaces de absorber un ataque planificado contra civiles.
Un golpe calculado a la narrativa de normalización
El atentado llega en un momento político clave. Tras la caída de al-Asad, el nuevo gobierno de transición se esfuerza en proyectar una imagen de “vuelta gradual a la normalidad” en las principales ciudades del país. Homs, por su peso simbólico, era uno de los escaparates de esa narrativa: mercados reabiertos, escuelas funcionando de forma intermitente, flujos comerciales tímidos pero crecientes.
La explosión dentro de una mezquita, en una jornada sagrada y sin presencia militar destacada, lanza un mensaje nítido a la población y a las élites locales: ningún espacio está verdaderamente protegido. La elección del objetivo no es casual. Atacar un templo en hora de máxima asistencia busca, además de causar el mayor número posible de víctimas, dinamitar la confianza social en la capacidad del Estado de garantizar algo tan básico como la seguridad en lugares de culto.
La consecuencia es clara: cada bomba que estalla en un espacio civil resta credibilidad a los discursos oficiales de reconstrucción y reconciliación. Y otorga argumentos a quienes sostienen que el “día después” del régimen puede ser tanto o más inestable que los años más duros de la guerra.
Saraya Ansar al-Sunna y la sombra alargada del Estado Islámico
Pocas horas después del atentado, una organización poco conocida, Saraya Ansar al-Sunna, reivindicó la autoría a través de un canal de Telegram. En su comunicado, el grupo enmarcaba el ataque como respuesta a la “traición” de las nuevas autoridades y llamaba a intensificar acciones contra “apóstatas y colaboracionistas”.
Sin embargo, los servicios de seguridad sirios y varias fuentes de inteligencia regional no descartan que tras esa sigla emergente se escondan restos operativos del Estado Islámico, cuya presencia en zonas rurales de Homs y Deir ez-Zor nunca llegó a desaparecer por completo. La metodología —ataque en lugar de culto, explosivo oculto, reivindicación rápida en canales encriptados— encaja con patrones ya conocidos.
El problema, desde el punto de vista de la seguridad, es doble. Por un lado, el nuevo gobierno no dispone aún de una estructura de inteligencia consolidada capaz de cartografiar redes, infiltrarlas y desarticularlas de manera preventiva. Por otro, la fragmentación del territorio y la existencia de milicias locales semi-autónomas genera un caldo de cultivo ideal para la reaparición de grupos jihadistas bajo nuevas marcas.
En este contexto, la etiqueta “Saraya Ansar al-Sunna” puede ser tanto una realidad como una cortina de humo. Lo relevante es el mensaje: los actores armados que prosperaron en el vacío de poder no han desaparecido; se adaptan.
La seguridad en la Siria post-Asad: un Estado sin músculo
El atentado de Homs expone la gran paradoja de la Siria post-Asad: se ha producido un cambio de régimen, pero no se ha reconstruido aún un Estado funcional. La estructura de seguridad —policía, inteligencia, fuerzas especiales— está en fase de recomposición, con mandos sustituidos, lealtades en revisión y unidades que todavía operan con recursos mínimos.
Durante más de una década, la seguridad interna se diseñó para proteger al régimen, no a la población. El tránsito hacia un modelo centrado en la ciudadanía exige formación, depuración de cuadros implicados en violaciones de derechos humanos y, sobre todo, tiempo. Mientras tanto, los servicios siguen trabajando con lógica reactiva: se investigan atentados, pero rara vez se previenen.
En Homs, los dispositivos alrededor de mezquitas y mercados se habían relajado en los últimos meses como gesto de “normalización”. Hoy, muchos se preguntan si esa relajación fue prematura. La consecuencia es clara: el nuevo gobierno deberá decidir si intensifica controles visibles —con el coste político que ello implica— o si asume el riesgo de nuevos ataques mientras se refuerza la capacidad de inteligencia.
El dilema no es menor: un Estado demasiado presente alimenta el temor a la vuelta de prácticas autoritarias; uno demasiado ausente abre la puerta al caos.
Homs, ciudad símbolo de la fractura sectaria
Homs no es una ciudad cualquiera en el mapa sirio. Fue uno de los primeros epicentros de la revuelta de 2011 y uno de los escenarios más brutales de la guerra, con barrios reducidos a escombros y una población que llegó a perder más del 40% de sus habitantes por desplazamiento y exilio. Las heridas sectarias entre comunidades suníes, alauíes y cristianas siguen abiertas.
Golpear una mezquita chií o suní —el relato aún es confuso sobre el perfil de la comunidad dominante en el templo atacado— siempre tiene un efecto multiplicador. No solo se mata; se envía un mensaje a la otra comunidad, se incentivan rumores y se avivan resentimientos acumulados durante años de violencia y represalias.
En este contexto, el atentado en la mezquita Imán Alí bin Abi Talib es percibido por muchos como un intento de reabrir la caja de Pandora de la guerra sectaria. Cualquier respuesta desproporcionada, cualquier detención arbitraria, puede alimentar la espiral que los grupos extremistas buscan.
Por eso, varios líderes locales han llamado a la contención. “No permitamos que nos arrastren a otra guerra”, habría dicho un imán en un sermón posterior. La pregunta es si ese mensaje de calma será suficiente frente a años de desconfianza acumulada.
La reacción de la Liga Árabe y el papel de las potencias regionales
La Liga Árabe condenó rápidamente el atentado, calificándolo de “acto terrorista cobarde” y subrayando la necesidad de apoyar al nuevo gobierno sirio en sus esfuerzos de estabilización. La declaración, sin embargo, se queda en la superficie. Los países de la región siguen divididos sobre cómo y con quién reconstruir Siria, y qué papel debe jugar el antiguo círculo de poder ligado a al-Asad.
Actores como Irán, Turquía o las monarquías del Golfo observan con interés —y recelo— la transición, conscientes de que cada vacío de seguridad es una oportunidad para ganar influencia o bloquear al adversario. En ese tablero, un atentado como el de Homs puede utilizarse tanto como argumento para incrementar la presencia de “asesores” extranjeros como para justificar intervenciones encubiertas.
Este hecho revela un riesgo estructural: mientras Siria no defina un marco de seguridad soberano y creíble, su territorio seguirá siendo campo de juego de agendas ajenas. Y en ese juego, las mezquitas, los mercados y las escuelas corren el riesgo de convertirse en piezas sacrificables.
Un futuro inmediato marcado por el miedo y la vigilancia
Tras la explosión, el Ministerio del Interior anunció el refuerzo de la seguridad en más de 50 lugares de culto en Homs y en otras ciudades clave. Se habla de controles adicionales, cámaras en accesos y patrullas mixtas alrededor de los principales puntos de reunión. Medidas necesarias, pero que llegan a una población exhausta, que asiste a una especie de déjà vu tras más de una década de guerra.
El desafío para el nuevo gobierno sirio es enorme. Por un lado, necesita demostrar capacidad para proteger la vida cotidiana sin reactivar las dinámicas de miedo que marcaron la era al-Asad. Por otro, debe avanzar en reformas económicas y sociales que reduzcan el caldo de cultivo del extremismo: pobreza, desempleo juvenil y ausencia de horizonte para millones de desplazados internos.
Lo ocurrido en la mezquita Imán Alí bin Abi Talib es algo más que un atentado aislado. Es un recordatorio brutal de que no basta con cambiar un régimen para pacificar un país. Hace falta reconstruir instituciones, coser fracturas comunitarias y, sobre todo, evitar que los templos —espacios que deberían ser refugio— sigan siendo el objetivo preferente de quienes buscan mantener a Siria atrapada en el pasado.
