“Una chispa en Caracas, un incendio mundial”: Villarroya advierte que un ataque de EE. UU. a Venezuela podría arrastrar a Rusia y reavivar la Guerra Fría
El historiador José Miguel Villarroya traza un escenario inquietante: una acción militar de Estados Unidos contra Venezuela no quedaría aislada. Moscú respondería para sostener su influencia y, en un mundo crecientemente multipolar, el choque podría escalar con rapidez. Entre treguas frágiles, diplomacia económica y disuasión militar, el equilibrio estratégico vuelve a tensarse.
¿Estamos a las puertas de un nuevo capítulo de enfrentamientos internacionales? José Miguel Villarroya, reconocido historiador, plantea un escenario preocupante: si Estados Unidos ataca militarmente a Venezuela, no solo se trataría de una acción aislada, sino que la respuesta de Rusia podría escalar rápidamente a un conflicto mayor. En un mundo que parece regresar a la dinámica de la Guerra Fría, estas tensiones revelan cómo las grandes potencias maniobran con una mezcla de diplomacia económica y disuasión militar.
La lectura de Villarroya parte de una premisa incómoda: el orden internacional transita un retorno a lógicas de Guerra Fría, pero con nuevos actores y herramientas. El supuesto “acuerdo” entre Trump y Xi no sería un pilar de estabilidad, sino una pausa táctica de un año que permite a Pekín reorganizar fichas, recuperar el comercio de soja y mantener bajo su llave las tierras raras, insumo crítico de la economía tecnológica global. China juega al pragmatismo: asegura recursos, preserva canales comerciales con Washington y gana influencia sin cruzar líneas que la lleven a una confrontación directa. Es una estrategia de erosión silenciosa, donde cada concesión se trueca por ventaja estructural.
Estados Unidos, por su parte, trataría de compensar vulnerabilidades económicas y de liderazgo con demostraciones de fuerza. La amenaza de una operación contra Venezuela opera como mensaje disuasorio hacia adversarios y como refuerzo de su rol hemisférico. Pero en el ecosistema actual, un movimiento en el Caribe rara vez queda encapsulado: Rusia, que ha ido tejido presencia militar y tecnológica en América Latina, difícilmente permitiría un cambio de régimen o una derrota estratégica de un aliado sin costo. La respuesta, advierte Villarroya, no sería puramente retórica: apoyo operativo, despliegues simbólicos, transferencia de capacidades y guerra de información formarían parte de un repertorio conocido.
La pieza china permanece esencial aun cuando no dispare cañones. Su control de cuellos de botella —desde minerales críticos hasta manufacturas— le da una palanca de presión que se ejerce con medidas calibradas, sanciones encubiertas y reconfiguraciones de suministro. Así, mientras Washington mide su músculo en el terreno militar, Pekín hace lo propio en las cadenas de valor, planteando un cerco económico-tecnológico que condiciona decisiones y costes de cualquier intervención. La “nueva Guerra Fría” no es una reedición idéntica: es híbrida, asimétrica y multicanal, con una interdependencia económica que vuelve más caras las apuestas.
Venezuela deviene entonces algo más que un punto en el mapa: es un cruce de rutas geopolíticas, un banco de pruebas para doctrinas de proyección de poder y un mensaje hacia terceros: de Ucrania a África, pasando por el propio arco del Caribe. Para Moscú, sostener a Caracas envía una señal de constancia a sus socios; para Washington, golpear a un aliado ruso en su “patio trasero” reafirma su disuasión regional. El riesgo, subraya Villarroya, es el clásico de las espirales de seguridad: cada paso defensivo del propio bando es leído como provocación por el otro, y las medidas de “contención” se convierten en escalones hacia el choque.
En este marco, la diplomacia se transforma en administración de riesgos. Las supuestas treguas —como la que Villarroya ve entre Trump y Xi— oxigenan el calendario, pero no resuelven las tensiones de fondo: competencia por materias primas estratégicas, control de rutas marítimas, arquitectura tecnológica y, ahora, la batalla por el relato global. La disuasión militar vuelve a escena, aunque cubierta por capas de sanciones, controles de exportación y coaliciones ad hoc que sustituyen a los viejos bloques monolíticos.
¿Hay salida? El historiador apunta a tres factores que pueden contener la deriva: canales de deconflicción operativa para evitar incidentes y malentendidos; compromisos verificables en materias críticas —energía, alimentos, minerales— que reduzcan la tentación del chantaje económico; y un reequilibrio de expectativas sobre zonas de influencia que reconozca, sin legitimar, la realidad multipolar. Nada de eso es sencillo: cada concesión tiene coste político interno y genera reacciones en cadena entre aliados.
Mientras tanto, la posibilidad de un golpe de efecto en Venezuela obliga a capitales y mercados a prepararse para semanas de volatilidad: primas de riesgo al alza, presión sobre materias primas, dólar fuerte como refugio y, en el frente energético, sensibilidad extrema a cualquier interrupción logística en el Caribe y el Golfo. A nivel regional, la tentación de alineamientos automáticos convive con la necesidad de autonomía: a más interdependencia, mayores daños colaterales de los errores ajenos.
La advertencia de Villarroya no es un pronóstico fatalista, sino un recordatorio del momento. Un ataque limitado puede tener consecuencias ilimitadas cuando el tablero está cargado de pólvora económica, rivalidad tecnológica y orgullo nacional. Si el mundo avanza hacia una multipolaridad frágil, cada decisión en Caracas, Washington, Moscú o Pekín pesa más de lo que parece. Un movimiento equivocado, y la pausa estratégica se convierte en prólogo de un conflicto mayor.
