Metro de Madrid

Descubre el enigma del agujero circular en el transbordo de Diego de León: ¿qué ha pasado?

Un pequeño agujero en la pared del Metro que ha encendido la imaginación… y que en realidad habla de cómo el suburbano madrileño se ha ido reformando por capas durante un siglo.
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Si haces el transbordo en Diego de León con los ojos un poco abiertos, es fácil que te hayas fijado: en medio de un revestimiento moderno, limpio y blanco, aparece un boquete redondo, casi perfecto, que deja ver “otra” pared por detrás. No hay cartel, no hay aparato, no hay nada: solo un agujero que parece desentonar con la estética impoluta del pasillo.

Como pasa siempre en el Metro de Madrid, la imaginación hace el resto: que si un antiguo acceso, que si un sistema secreto, que si un fallo de obra jamás reparado… Pero la explicación es mucho más sencilla y, a la vez, muy reveladora de cómo se construye y se re-construye el suburbano madrileño.

La explicación prosaica: la huella de un equipo que ya no está

Ese misterioso boquete no es una “ventana al inframundo”, sino la cicatriz de una reforma. El pasillo de transbordo se revistió con azulejo nuevo, dejando un hueco circular para montar algún equipo técnico: un soporte de extintor, un interfono, una caja, un elemento de señalización…

Con el tiempo, ese aparato se retiró o se reubicó y nadie cerró el hueco. El resultado es lo que vemos hoy: el revestimiento nuevo con un agujero limpio y, detrás, el viejo paramento, la pared original sobre la que se construyó la nueva “piel” del pasillo. El “misterio” es, en realidad, una sección a escala 1:1 de cómo el Metro se actualiza por capas.

Lo interesante es que ese pequeño redondel desnudo nos recuerda algo que solemos olvidar: casi nada de lo que vemos hoy en los andenes es “la” pared original. Son estratos sucesivos de obras, modernizaciones y cambios de uso. Y en Madrid, las paredes del Metro siempre han tenido mucho que contar.

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El blanco del Metro: azulejos para iluminar lo subterráneo

Que detrás del boquete veamos azulejo no es casualidad. Desde 1919, cuando Alfonso XIII inauguró el Metro de Madrid, los impulsores de la red —Miguel Otamendi, Carlos Mendoza y Antonio González Echarte— tuvieron claro que bajar al subsuelo daba miedo. Los madrileños no estaban acostumbrados a subirse a un tren que circulaba bajo tierra y, además, la iluminación de la época era mucho más pobre que la actual.

Para combatir esa sensación de túnel lúgubre, se optó por revestir las estaciones con azulejos blancos: un material higiénico, fácil de limpiar y con una virtud clave entonces: reflejar la poca luz disponible y aclarar visualmente el espacio. Como cuenta el divulgador Helio Roque, la idea era que el usuario se sintiera “como en casa”, en un ambiente acogedor y luminoso pese a estar metros bajo la superficie.

La histórica Chamberí —la estación fantasma diseñada por Antonio Palacios— es un ejemplo perfecto de ese espíritu: bóvedas de azulejo blanco, carteles cerámicos de colores y una luz que, incluso débil, se multiplica al chocar con las paredes brillantes. Ese mismo lenguaje se expandió por toda la red… y hoy lo seguimos viendo, a veces intacto y otras oculto bajo capas posteriores de reformas.

Cuando las paredes esconden mucho más: el caso Tirso de Molina

Si en Diego de León el boquete solo deja ver un revestimiento anterior, en otras estaciones las paredes ocultan historias bastante más inquietantes. Tirso de Molina, en la línea 1, es el mejor ejemplo. Bajo la plaza se levantó en el siglo XVI el convento de Nuestra Señora de la Merced, con su pequeño cementerio de frailes mercedarios. Cuando en el siglo XX comenzaron las obras del Metro, los obreros se encontraron con esqueletos al picar paredes y suelos. El hallazgo les dio tal susto que llegaron a abandonar la excavación.

La solución fue, sencillamente, construir alrededor: los restos se dejaron en su sitio y se levantaron los andenes cubriéndolos con las paredes de azulejo blanco y azul que aún vemos hoy. Detrás de esas baldosas cerámicas, discretas y limpias, descansan huesos del siglo XVI, integrados para siempre en la infraestructura de la ciudad. No extraña que Tirso de Molina arrastre leyendas de ruidos extraños y presencias en los pasillos. Aquí sí que el “misterio” no es un hueco olvidado, sino un cementerio incorporado a la obra pública.

Un museo subterráneo: del Mioceno a Paco de Lucía

Con los años, Metro de Madrid ha convertido muchas de sus estaciones en auténticos museos subterráneos, utilizando las paredes como soporte de memoria e identidad. En Carpetana, por ejemplo, durante las obras de 2010 aparecieron restos paleontológicos del Mioceno: huesos que permitieron reconstruir cómo era el entorno hace 14 o 15 millones de años. Hoy, los pasillos muestran paneles e ilustraciones de ese Madrid prehistórico, con mastodontes, osos-perro, tortugas gigantes y caballos primitivos.

Goya rinde tributo al pintor con reproducciones de La pradera de San Isidro y de sus series de grabados Los Caprichos, La Tauromaquia y Los Disparates. Retiro luce murales de Mingote con escenas del parque. Plaza de España ofrece nada menos que el texto completo de El Quijote en sus andenes, acompañado de grabados y citas.

En Tribunal, los muros se dedican al Tribunal de Cuentas; en Canal, a las artes escénicas de los Teatros del Canal; en Paco de Lucía, un gigantesco mural geométrico titulado Entre dos universos homenajea al guitarrista. Arganzuela-Planetario cuelga del techo un sistema solar propio; Estadio Metropolitano se convierte en un pasillo de la música; Manuela Malasaña reivindica a mujeres históricas; y en Santiago Bernabéu ya se prepara una tematización inmersiva dedicada al Real Madrid.

El resultado es que, en muchos tramos, el Metro es a la vez transporte, museo, aula de historia y galería de arte. Y todo, apoyado en algo tan aparentemente simple como un revestimiento de pared.

Lo que nos cuenta el boquete de Diego de León

Visto así, el “misterioso boquete redondo” de Diego de León encaja en una lógica muy madrileña: nada en el suburbano es del todo casual, ni completamente nuevo, ni completamente viejo. Ese círculo desnudo es la marca de un aparato retirado, sí, pero también la prueba de que bajo cada capa de azulejos se esconde otra historia, otra reforma, otra época.

En Tirso de Molina son huesos de frailes; en Carpetana, fósiles de mastodontes; en Plaza de España, las palabras de Cervantes; en Diego de León, el fantasma mucho más modesto de un equipo técnico desaparecido.

Quizá la próxima vez que pases por el transbordo y veas ese boquete te dé menos miedo y más curiosidad. Porque lo verdaderamente misterioso del Metro de Madrid no es que haya agujeros en las paredes, sino que en un trayecto de unos pocos minutos puedas pasar, sin darte cuenta, junto a restos del siglo XVI, del Mioceno o de la propia historia cotidiana de la ciudad. Y todo, mientras miras el móvil esperando al siguiente tren.

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