New York Times

Trump tacha al New York Times de amenaza nacional

El expresidente intensifica su guerra contra la prensa con una demanda de 15.000 millones y acusa al diario de poner en riesgo la seguridad de Estados Unidos

Retrato de Donald Trump con el logo del New York Times al fondo, ilustrando la confrontación mediática.<br>                        <br>                        <br>                        <br>
Donald Trump

La última ofensiva de Donald Trump contra The New York Times va un paso más allá de la crítica habitual a los medios. El expresidente no solo vuelve a calificar al diario como “enemigo del pueblo”, sino que lo señala ahora como una amenaza directa para la seguridad nacional estadounidense. El ataque llega acompañado de una demanda por 15.000 millones de dólares, una cifra descomunal incluso para los estándares de las batallas legales de Trump, y que busca dejar claro que el pulso ya no es solo mediático, sino también económico y político.
En el centro del conflicto, el papel de la prensa en una democracia que se enfrenta a una polarización sin precedentes y a una campaña electoral permanente. El mensaje implícito es evidente: quien cuestione el relato del trumpismo se expone no solo al linchamiento retórico, sino también a un castigo judicial multimillonario.
La consecuencia es clara: esta escalada reabre el debate sobre dónde termina la libertad de prensa y dónde empieza la estrategia de intimidación política, en un país que lleva casi 250 años levantando su sistema sobre la Primera Enmienda.

Un nuevo salto en la retórica de confrontación

Trump ha construido buena parte de su identidad política sobre la confrontación directa con los grandes medios. Desde su llegada al poder en 2017, el conflicto con periódicos como The New York Times, The Washington Post o cadenas como CNN se convirtió en un pilar de su narrativa. Sin embargo, presentar a un diario como un riesgo para la seguridad nacional supone un salto cualitativo. No es solo un reproche por “mala cobertura” o “sesgo ideológico”; es una acusación que habitualmente se reserva para actores extranjeros hostiles, organizaciones terroristas o ciberamenazas.

En su red social Truth Social, Trump describe al periódico como un medio que difunde información “falsa, sesgada y alineada con una agenda de izquierda radical”. A su juicio, ese supuesto comportamiento no solo dañaría su imagen, sino que pondría en peligro la capacidad del país para defenderse en un contexto geopolítico cada vez más tenso.
Este hecho revela una lógica conocida: cuanto más se radicaliza el discurso, más se exige al seguidor que escoja un bando. O se está con Trump y su diagnóstico de “persecución mediática”, o se está con un sistema al que él presenta como corrupto y cómplice. El matiz, la crítica razonada y el debate pausado quedan arrinconados.

La etiqueta de “enemigo del pueblo” y su legado

La expresión “enemigo del pueblo” no es nueva en el arsenal retórico de Trump. La utilizó en repetidas ocasiones durante sus cuatro años en la Casa Blanca para referirse a medios que publicaban investigaciones sobre su patrimonio, sus vínculos empresariales o las investigaciones judiciales que le rodeaban. Pero su repetición sistemática ha tenido un efecto acumulativo: normalizar la idea de que la prensa puede ser vista como un adversario interno, casi al mismo nivel que un rival político.

Históricamente, este tipo de calificativos se han asociado a regímenes que buscan desacreditar cualquier fuente de información alternativa. Cuando un líder insiste en que solo él dice la verdad y que el resto miente, lo que se erosiona no es solo la reputación de un periódico, sino la noción misma de verdad compartida.
El contraste con otras democracias consolidadas resulta demoledor: en Europa occidental, las críticas a los medios son habituales, pero rara vez se les coloca en la categoría de amenaza para el Estado. En Estados Unidos, en cambio, el trumpismo ha logrado que millones de votantes vean a determinados medios como parte de un “sistema enemigo”, lo que incrementa las probabilidades de que cualquier información crítica sea descartada de antemano, por rigurosa que sea.

La demanda de 15.000 millones como instrumento de presión

La ofensiva no es solo discursiva. Trump ha presentado una demanda contra The New York Times por difamación y calumnias por un importe de 15.000 millones de dólares. La cifra, fuera de escala incluso para los estándares estadounidenses, tiene una lectura evidente: se pretende lanzar un mensaje ejemplarizante. Si un medio se atreve a publicar informaciones que el expresidente considera dañinas, la respuesta no será únicamente política, sino también económica.

Aunque los expertos dan por hecho que las probabilidades de éxito de una demanda de este calibre son muy reducidas —la jurisprudencia en Estados Unidos protege de forma robusta a la prensa cuando informa sobre figuras públicas—, el objetivo puede no ser ganar el pleito, sino hacer muy costoso el ejercicio del periodismo de investigación. Los costes legales, la presión reputacional y el ruido político actúan como un castigo adicional.
Este tipo de estrategias ya se han visto en otros contextos bajo la forma de demandas SLAPP (Strategic Lawsuits Against Public Participation), diseñadas para intimidar y agotar a periodistas o activistas. Si un expresidente y candidato con recursos casi ilimitados recurre a ellas, el mensaje a cabeceras más pequeñas es claro: piénsatelo dos veces antes de investigar al líder equivocado.

Seguridad nacional versus libertad de prensa

La novedad de este episodio no está solo en la demanda, sino en el marco que Trump elige: la seguridad nacional. Calificar una cobertura periodística de amenaza para la seguridad del país abre la puerta a un discurso en el que cuestionar al poder podría presentarse como un acto casi antipatriótico. La línea es peligrosa: si informar sobre reuniones con líderes extranjeros, negociaciones diplomáticas o decisiones estratégicas se considera “riesgo para la nación”, la capacidad de fiscalización de la prensa se reduce drásticamente.

La Primera Enmienda, adoptada en 1791, se concibió precisamente para evitar que el Gobierno pudiera castigar el discurso crítico. No obstante, el argumento de la seguridad nacional ha sido utilizado en diferentes momentos —desde la Guerra Fría hasta la lucha contra el terrorismo— para justificar restricciones puntuales. La diferencia es que ahora quien apela a ese concepto no es el Estado en abstracto, sino un líder político concreto defendiendo su propia imagen.
El diagnóstico es inequívoco: si calificar a un medio de amenaza nacional se normaliza, futuras administraciones podrían sentirse legitimadas para intentar controlar o castigar la información incómoda en nombre de la seguridad colectiva.

La erosión de la confianza y el papel de las redes

En un entorno en el que una parte importante de los ciudadanos ya duda de los medios tradicionales, este tipo de ataques actúa como gasolina sobre el fuego. Encuestas recientes en Estados Unidos muestran que menos de la mitad de la población declara confiar en la prensa como fuente de información fiable. Entre los votantes republicanos, la desconfianza es aún mayor.
Las redes sociales, y en particular plataformas como Truth Social, multiplican el impacto de esa desconfianza. Un mensaje de Trump acusando al New York Times de “falso” o “traidor” puede alcanzar en minutos a millones de seguidores, sin filtros editoriales ni contexto adicional. Lo más grave es que la lógica algorítmica premia el contenido más polarizante, de modo que cuanto más extrema es la acusación, más visibilidad obtiene.

La consecuencia es clara: el espacio público se fragmenta en burbujas informativas que apenas se tocan. Para unos, The New York Times sigue siendo un referente periodístico con más de 10 millones de suscriptores digitales; para otros, es poco menos que una organización hostil al país. En ese contexto, cada nuevo ataque de Trump no solo daña a un medio concreto, sino que profundiza la brecha entre quienes creen en la prensa y quienes la consideran parte de un complot permanente.

El efecto contagio sobre otros líderes y medios

La batalla entre Trump y The New York Times no ocurre en el vacío. En los últimos años, dirigentes de distintos países han observado con atención cómo el expresidente norteamericano ha utilizado el enfrentamiento con la prensa como herramienta política rentable. El riesgo es que la etiqueta de “enemigo del pueblo” se convierta en un recurso exportable para líderes que buscan blindarse frente a investigaciones incómodas.

Si un político logra que su base interprete cualquier reportaje crítico como un ataque “del sistema” o “de las élites”, el coste reputacional de los escándalos disminuye. En paralelo, los medios que no quieren perder audiencia se ven tentados a radicalizar su línea editorial para competir con el ruido que llega desde las redes. El ecosistema mediático se convierte, así, en un terreno de trincheras, donde cada lado informa pensando solo en su público fiel.
El contraste con modelos en los que la crítica y el escrutinio se aceptan como parte del juego democrático resulta evidente. Donde se impone la lógica trumpista, la prensa deja de ser un árbitro incómodo para convertirse en un actor más de la guerra cultural, lo que debilita su autoridad y alimenta la desinformación.

Escenarios posibles: de la guerra legal al campo electoral

¿Qué puede pasar ahora? En el corto plazo, la batalla se librará en dos frentes: el judicial y el político. En los tribunales, la demanda de 15.000 millones tendrá que superar un estándar probatorio muy exigente para prosperar. En el terreno político, Trump utilizará cada movimiento del caso para reforzar su relato de víctima de una “cacería” mediática y judicial.
A medio plazo, el resultado más probable no será una sentencia devastadora para The New York Times, sino una nueva vuelta de tuerca en la cultura de la sospecha. Si el expresidente logra convencer a sus seguidores de que cualquier investigación periodística es parte de una conspiración, habrá ganado una ventaja estratégica enorme en futuras campañas electorales.

La disputa actual no es solo un capítulo más en la larga guerra entre Trump y la prensa estadounidense. Es un síntoma —y a la vez un motor— de un ecosistema mediático y político cada vez más tensionado, en el que la línea entre crítica legítima y deslegitimación sistemática del periodismo se vuelve cada vez más difusa. Lo que está en juego no es únicamente la reputación de un diario, sino la capacidad de los ciudadanos de acceder a información independiente en la mayor democracia del planeta.

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