Trump amenaza a Maduro mientras EE.UU. despliega su mayor flota
Washington combina advertencias militares, control del petróleo venezolano y presión sobre Petro en la mayor escalada en Sudamérica en décadas
La escalada entre Estados Unidos y Venezuela ha cruzado un nuevo umbral. En un mensaje tan directo como inusual, Donald Trump ha advertido a Nicolás Maduro de que “será la última vez” que desafíe a Washington, al tiempo que la Marina estadounidense despliega frente a las costas venezolanas la mayor flota enviada a Sudamérica en décadas.
El movimiento militar, acompañado de la confirmación de que el petróleo venezolano confiscado quedará bajo control de Estados Unidos, apunta a algo más que una simple maniobra de presión. Señala un escenario en el que el conflicto podría migrar del terreno retórico al operativo.
La advertencia no se limita a Caracas: Trump aprovechó para cargar también contra Gustavo Petro, evidenciando que la Casa Blanca observa el tablero latinoamericano como un conjunto interconectado donde se redefine su hegemonía.
La consecuencia es clara: América Latina vuelve a situarse en el centro de una disputa geopolítica que mezcla mar, petróleo y liderazgo regional, con ecos de episodios que se creían superados en el continente.
Una advertencia directa que rompe los códigos habituales
La frase de Trump —“será la última vez”— no es un exabrupto más en una larga lista de declaraciones incendiarias. En diplomacia, ese tipo de formulaciones se reserva para momentos en los que un país quiere dejar claro que considera cruzada una línea roja estratégica.
El mensaje se lanzó acompañado de una aparente contradicción: el presidente admitió que Maduro “puede hacer lo que quiera”, pero subrayó que Washington está dispuesto a responder a cualquier provocación que considere inadmisible. Esa dualidad —reconocer margen de maniobra al adversario mientras se marca un límite— forma parte de la lógica clásica de la disuasión.
Este hecho revela que la Casa Blanca quiere máxima libertad de acción con mínimo coste político: atribuir la responsabilidad de cualquier choque a Caracas, mientras presenta cualquier respuesta como una mera reacción defensiva. La inclusión de críticas directas a Gustavo Petro encaja en la misma estrategia: se lanza el mensaje de que no solo se observa a Venezuela, sino también a quienes, desde gobiernos vecinos, cuestionan el rol de Estados Unidos en la región.
El contraste con la retórica de etapas previas resulta evidente. Donde antes se apelaba a la “restauración de la democracia” o a la “presión económica”, ahora se habla ya de últimas veces, una expresión que difícilmente puede interpretarse como un aviso menor.
La mayor demostración naval de EE.UU. en Sudamérica
El componente más visible de la escalada es el despliegue naval frente a las costas venezolanas. Según fuentes militares, se trataría del mayor dispositivo enviado por Washington a Sudamérica en al menos tres décadas, con entre 20 y 25 buques —incluyendo destructores, fragatas y buques de apoyo logístico— y un grupo aéreo embarcado capaz de operar en un radio de más de 1.000 kilómetros.
Oficialmente, el dispositivo se presenta como parte de una operación ampliada contra rutas de narcotráfico y crimen organizado que utilizan el Caribe como corredor. Sin embargo, la ubicación, densidad y composición de la flota transmiten un mensaje inequívoco a Caracas: Estados Unidos puede proyectar fuerza de manera sostenida a pocos minutos de vuelo del litoral venezolano.
La consecuencia es clara: cada ejercicio, cada cruce de comunicaciones, cada maniobra cercana a aguas jurisdiccionales multiplica las posibilidades de incidente. Un error de cálculo, una orden mal interpretada o un encuentro entre unidades navales y aéreas en un contexto de máxima tensión podrían desencadenar un choque de difícil contención política.
Para Venezuela, la presencia de una flota de este calibre frente a su fachada marítima supone una presión constante sobre su defensa costera, sus puertos petroleros y su capacidad de exportación, elementos vitales para una economía ya debilitada.
El petróleo venezolano, pieza central del pulso
En paralelo al despliegue militar, Washington ha confirmado que el petróleo venezolano confiscado permanecerá bajo su control. Se trata de cargamentos ya interceptados o intervenidos en el marco de sanciones y litigios previos, que podrían ser subastados en los mercados internacionales o integrados en las reservas estratégicas estadounidenses, que superan habitualmente los 600 millones de barriles.
Este movimiento tiene una doble lectura. Por un lado, refuerza la narrativa de que el crudo procedente de infraestructuras controladas por el régimen de Maduro es “activo comprometido” y, por tanto, susceptible de ser gestionado por terceros. Por otro, lanza un mensaje directo a los compradores tradicionales de Venezuela: cualquier operación que no se ajuste al marco impuesto por Estados Unidos corre el riesgo de ser bloqueada o reorientada.
La importancia geopolítica es evidente. Aunque la producción venezolana actual está lejos de los picos históricos, sigue representando un volumen relevante para determinados mercados y, sobre todo, un elemento simbólico: controlar el flujo de ese petróleo es controlar la principal fuente de divisas del régimen.
El diagnóstico es inequívoco: el frente energético ya no es un complemento de la presión diplomática, sino uno de sus ejes centrales. Lo que se decide sobre cada cargamento confiscado repercute en la capacidad de Caracas para financiar su aparato estatal y en la percepción de riesgo de las empresas que aún consideran operar en el país.
Petro en el punto de mira: mensaje a toda la región
Las críticas de Trump al presidente colombiano Gustavo Petro no son un mero añadido retórico. Colombia es socio histórico de Estados Unidos en el continente, pieza clave en la lucha contra el narcotráfico y actor central en cualquier ecuación de seguridad regional. Cuestionar públicamente al jefe del Estado colombiano equivale a advertir al resto de gobiernos de que nadie está blindado frente al escrutinio de Washington.
El trasfondo es claro: desde su llegada al poder, Petro ha mantenido una posición más matizada sobre el régimen venezolano y ha defendido una salida negociada que pasa por aliviar sanciones y facilitar acuerdos políticos internos. Esa línea choca con la lógica de máxima presión que la Casa Blanca parece querer reinstalar.
Al situar a Petro en el mismo discurso que Maduro, Trump envía un mensaje que trasciende a ambos: cómo se posicionen los gobiernos latinoamericanos ante la escalada no será neutro en su relación con Estados Unidos. Países que opten por la equidistancia o que se sumen a llamados a la contención podrían ser señalados como poco fiables en materia de seguridad.
La consecuencia para la región es evidente: se reactiva una lógica de alineamientos y bandos, semejante en algunos aspectos a la que dominó la Guerra Fría, pero ahora con el añadido del narcotráfico, el petróleo y la presencia de potencias extrahemisféricas como Rusia o China.
Reacciones latinoamericanas: entre la prudencia y la inquietud
En las capitales latinoamericanas, la combinación de amenazas verbales, despliegue naval y control del petróleo se percibe con una mezcla de inquietud y déjà vu. Muchos gobiernos temen que la región vuelva a convertirse en escenario de intervenciones directas o indirectas, con consecuencias imprevisibles en términos de estabilidad interna, flujos migratorios y polarización política.
Los países más dependientes del comercio energético y de las remesas miran con preocupación la posibilidad de nuevas sanciones cruzadas, interrupciones en el suministro o picos de volatilidad en el precio del crudo, que podrían dispararse un 10%–15% ante cualquier incidente en el Caribe. Al mismo tiempo, actores como México, Brasil o Argentina debaten internamente si deben apostar por una posición de mediación activa o limitarse a declaraciones genéricas en favor del diálogo.
La consecuencia es clara: cuanto más se acerque la retórica a la línea roja militar, más difícil será para los gobiernos latinoamericanos mantener una neutralidad cómoda. La presión para que “tomen partido” aumentará, tanto desde Washington como desde Caracas y sus aliados. Y, en muchos casos, esa presión se traducirá en debates internos que pueden reconfigurar coaliciones de gobierno y mapas electorales.
Riesgos de una escalada fuera de control
El despliegue actual y el tono de las declaraciones dibujan varios escenarios posibles. En el más contenido, la presencia naval y el control del petróleo actúan como instrumentos de disuasión que buscan forzar concesiones políticas internas por parte de Maduro sin llegar a un choque directo. En ese caso, la tensión se mantendría alta, pero controlada, con episodios de fricción retórica y sanciones puntuales.
En un escenario más adverso, un incidente en el mar —una interceptación mal gestionada, una incursión aérea, un error en la identificación de objetivos— podría escalar en cuestión de horas. Las redes sociales, los medios y las propias dinámicas internas de cada gobierno dificultarían cualquier marcha atrás rápida. Una vez activados los resortes del orgullo nacional y la lógica de “defensa de la patria”, la ventana para la diplomacia se estrecha dramáticamente.
El peor escenario, aunque aún lejano, no puede descartarse por completo: un enfrentamiento militar abierto que, aunque limitado en su inicio a operaciones navales o aéreas, desestabilice por completo el norte de Sudamérica y abra la puerta a intervenciones por parte de otros actores, ya sea de forma directa o a través de apoyo logístico e inteligencia.
El diagnóstico es inequívoco: la región se asoma a una fase en la que pequeñas decisiones operativas pueden tener consecuencias estratégicas desproporcionadas.
¿Hay margen para la desescalada?
Pese al tono maximalista del discurso, todavía existen canales para evitar que la crisis desemboque en un choque frontal. Países con relaciones fluidas tanto con Washington como con Caracas —desde algunos socios europeos hasta gobiernos latinoamericanos con perfiles moderados— podrían activar fórmulas de mediación discreta que permitan rebajar el nivel de tensión sin que ninguna de las partes aparezca como derrotada.
En paralelo, organismos multilaterales regionales y globales disponen de herramientas, aunque debilitadas por años de polarización, para proponer marcos de diálogo que vinculen la cuestión de sanciones, petróleo y garantías de seguridad en el Caribe. El reto es que dichos mecanismos llegan en un momento de credibilidad limitada, tanto para las élites políticas como para unas sociedades cansadas de resoluciones sin efectos tangibles.
La pregunta de fondo es si las partes implicadas están dispuestas a pagar el coste político interno de la moderación. En un clima donde la firmeza se premia más que la prudencia, la tentación de seguir subiendo el listón retórico es enorme. Sin embargo, el precio de mantener ese curso puede ser, para la región, mucho más alto de lo que hoy se está dispuesto a asumir públicamente.

