Trump: “Zelenski no tiene nada hasta que yo lo apruebe”
El mensaje es tan claro como incómodo para sus aliados: “Zelenski no tiene nada hasta que yo lo apruebe”. Con esa frase, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha dejado meridianamente claro en una entrevista con POLITICO que cualquier acuerdo de paz sobre Ucrania —incluido el nuevo plan de 20 puntos— pasa por su despacho antes de poder considerarse real.
Trump asegura que la fórmula “va a ir bien” tanto con el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, como con Vladímir Putin, con quien afirma que hablará “cuando quiera” y “muy pronto”. A la vez, insiste en que la economía rusa está “en una situación muy difícil”, un mensaje que mezcla presión y mano tendida.
El anuncio llega justo antes de la visita de Zelenski a la Casa Blanca este domingo y coincide con la confirmación de que Benjamín Netanyahu también será recibido en los próximos días. Es decir, Ucrania, Rusia e Israel se entrecruzan en el mismo tablero.
La consecuencia es clara: Trump quiere dejar grabado que cualquier desenlace del conflicto ucraniano tendrá firma estadounidense y sello personal, con todo lo que eso implica para Europa, la OTAN y la arquitectura de seguridad en el este del continente.
Un presidente que se coloca en el centro del tablero
La frase dirigida a Zelenski —“no tienes nada hasta que yo lo apruebe”— no es un desliz retórico, sino una declaración de jerarquía política. Trump se sitúa como árbitro único de cualquier solución sobre una guerra que ya supera los 1.000 días de duración y ha redibujado las prioridades de seguridad de toda Europa.
En la práctica, eso significa que cualquier documento que Kiev presente como propuesta de paz, por sofisticado que sea, quedará condicionado a un segundo filtro: el cálculo de la Casa Blanca sobre sus propios intereses estratégicos, electorales y económicos. La soberanía formal de Ucrania queda así entrelazada con la agenda de Washington.
Este hecho revela un patrón ya conocido: Trump prefiere relaciones bilaterales, personalizadas, por encima de marcos multilaterales como la OTAN o la UE. Al centrar el foco en su aprobación personal, reduce el margen de maniobra de Zelenski y envía un aviso a las capitales europeas: el centro de gravedad de la paz seguirá estando en Washington, no en Bruselas ni en Berlín.
La consecuencia es inequívoca: cualquier proceso de negociación que no integre desde el inicio la firma estadounidense corre el riesgo de convertirse en papel mojado antes de nacer.
El plan de paz de 20 puntos bajo tutela de Washington
El nuevo plan de 20 puntos para Ucrania, del que apenas se conocen líneas generales, queda automáticamente intervenido por el mensaje de Trump. El presidente no entra en detalles sobre su contenido, pero sí deja claro que su Administración decidirá qué partes son aceptables para Kiev, para Moscú y para la propia OTAN.
La gestión de este documento se convierte así en un ejercicio de diplomacia condicionada. Cualquier concesión territorial, cualquier fórmula de neutralidad o de garantías de seguridad deberá ser compatible con tres objetivos simultáneos:
-
no humillar abiertamente a Moscú,
-
no dejar a Kiev sin garantías creíbles,
-
y no transmitir debilidad ante los aliados de la OTAN.
En este contexto, el plan de 20 puntos se parece más a una plantilla de negociación que a un acuerdo cerrado. Cada punto será moneda de cambio en un juego donde Washington querrá exhibir resultados en menos de 12-18 meses, un horizonte conectado tanto con los ciclos electorales como con el cansancio financiero del apoyo militar.
La consecuencia es clara: el documento, que podría presentarse como un gran paso hacia la paz, corre el riesgo de transformarse en una lista de máximos sujetos al regateo de las grandes potencias, con Ucrania obligada a moverse en márgenes cada vez más estrechos.
Zelenski entre la dependencia y la necesidad
Para Zelenski, el mensaje tiene un doble filo. Por un lado, saber que la Casa Blanca reclama el control final puede garantizar que Kiev no quedará totalmente expuesta en la mesa de negociación. Por otro, refuerza la sensación de dependencia estructural respecto a Washington, especialmente en lo relativo a financiación y armamento.
Después de más de 200.000 millones de dólares comprometidos en ayuda militar y económica por parte de Occidente, Ucrania afronta un escenario en el que cada nuevo paquete de apoyo se negocia con más fricción política interna, tanto en EEUU como en la UE. Aceptar que Trump “debe aprobarlo todo” es, en parte, asumir que el margen ucraniano para marcar sus propias líneas rojas se reduce.
Este hecho revela una realidad incómoda: la resistencia ucraniana ha ganado tiempo, pero también ha multiplicado su hiperdependencia financiera y militar. Si la Casa Blanca decide priorizar una salida rápida —aunque sea imperfecta— frente a una guerra prolongada, Kiev se verá presionada a aceptar términos que hace un año habría rechazado de plano.
El riesgo para Zelenski es evidente: aparecer ante su propia población como el líder que tuvo que pactar una paz asimétrica porque el respaldo occidental se agotó antes que la voluntad ucraniana.
Putin, economía en apuros y ventana de oportunidad
Trump asegura que la economía rusa se encuentra en “una situación muy difícil”, un diagnóstico que pretende debilitar la posición negociadora de Moscú. Las sanciones, la fuga de capital humano y la reconversión acelerada hacia una economía de guerra han elevado el coste interno del conflicto para el Kremlin.
Sin embargo, esa debilidad relativa no garantiza flexibilidad política. El régimen de Putin ha demostrado una notable capacidad para absorber el impacto interno a cambio de mantener su narrativa de resistencia frente a Occidente. Cuanto más se le presiona con el argumento económico, más se aferra al relato de que Rusia libra una batalla existencial.
La idea de que Trump hablará con Putin “cuando quiera” añade otra capa al tablero. Si Washington logra transmitir a Moscú que una paz aceptable podría aliviar parte del estrangulamiento económico en un plazo de 2-3 años, el incentivo para explorar compromisos crece. Pero si la señal es de humillación, el Kremlin puede optar por estirar el conflicto esperando divisiones mayores en la OTAN y en la UE.
La clave, por tanto, no será solo el estado de la economía rusa, sino qué tipo de salida narrativa se le ofrece a Putin para justificar un eventual alto el fuego ante su población y sus élites.
Europa y la OTAN, otra vez en segundo plano
La entrevista a POLITICO deja entre líneas un mensaje incómodo para los socios europeos: las grandes decisiones sobre Ucrania seguirán tomándose en Washington y Moscú, con Kiev como parte implicada y Europa como actor añadido, pero no imprescindible.
Durante los últimos dos años, la UE ha incrementado su apoyo financiero y militar, elevando el gasto en defensa en torno a un 30% y aprobando varios paquetes de ayuda que suman más de 90.000 millones de euros. Sin embargo, el golpe de realidad es que la última palabra sobre un acuerdo de paz se disputa en la Casa Blanca y en el Kremlin, no en Bruselas.
Este hecho revela la brecha entre el discurso de “autonomía estratégica europea” y la práctica: sin el paraguas estadounidense, la capacidad de la UE para garantizar la seguridad de Ucrania y la contención de Rusia sigue siendo limitada. El riesgo es que una parte de la opinión pública europea perciba que se asumen costes crecientes —energéticos, fiscales, de seguridad— sin tener un asiento proporcional en la mesa donde se decide el fin de la guerra.
La consecuencia a medio plazo puede ser doble: más presión interna para reducir la implicación en Ucrania y, al mismo tiempo, más conciencia de que sin capacidades propias, Europa seguirá siendo espectadora en las grandes crisis de seguridad.
Netanyahu en la Casa Blanca: dos frentes, un mismo mensaje
La confirmación de que Benjamín Netanyahu visitará también la Casa Blanca en los próximos días añade otra dimensión al momento político. Que en la misma semana pasen por el Despacho Oval el líder ucraniano y el primer ministro israelí envía un mensaje claro: Trump quiere mostrar que todos los grandes conflictos de su agenda —Ucrania, Oriente Medio— pasan por su mediación personal.
Esta simultaneidad permite a la Casa Blanca proyectar la imagen de un presidente que gestiona dos frentes críticos a la vez y que puede usar una crisis como palanca en la otra. Garantías a Israel, señales a Moscú, presión sobre Kiev y mensajes a la base electoral americana se entrecruzan en el mismo guion.
El riesgo, sin embargo, es que la personalización extrema de la diplomacia limite la continuidad de cualquier acuerdo más allá del propio ciclo político de Trump. Si la paz en Ucrania depende tanto de su sello personal, ¿qué ocurrirá si en 4 u 8 años el siguiente presidente decide reescribir las reglas?
La pregunta queda abierta, pero el diagnóstico es claro: con su frase de que debe aprobar cualquier acuerdo, Trump ha convertido la paz en Ucrania en un asunto de liderazgo personal, no solo de diseño institucional. Y eso añade tanta visibilidad política como fragilidad estructural al futuro de cualquier pacto.
