2030

3I/ATLAS: Trump y la ambición lunar, bases nucleares de EE.UU. en la Luna antes de 2030

La nueva doctrina espacial de la Casa Blanca mezcla reactores en la Luna, un Pentágono de casi un billón de dólares y una apuesta sin precedentes por el sector privado en plena carrera con China.

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Estados Unidos acaba de cruzar un nuevo umbral en la carrera espacial. Donald Trump ha firmado una orden ejecutiva de amplio alcance —bautizada Ensuring American Space Superiority— que fija como objetivo volver a poner astronautas en la Luna en 2028 y levantar los primeros elementos de una base lunar permanente para 2030.
La novedad no es solo el calendario: la estrategia pasa por desplegar reactores nucleares en la superficie lunar y en órbita, situando la energía atómica en el centro de la nueva doctrina espacial estadounidense.
Al mismo tiempo, el Congreso ha aprobado un Presupuesto de Defensa 2026 de 901.000 millones de dólares, el mayor de la historia del país, consolidando la conexión entre espacio, seguridad y geopolítica.
La consecuencia es clara: la Luna deja de ser un simple destino científico y se convierte en el epicentro de una nueva arquitectura de poder militar, tecnológico y económico.

Una orden ejecutiva para la supremacía espacial

La orden firmada el 18 de diciembre marca un giro doctrinal completo. Trump fija por ley que Estados Unidos debe aterrizar de nuevo en la Luna en 2028 y desplegar los primeros módulos de un puesto avanzado permanente dos años después, como extensión del programa Artemis.

El texto reorganiza el mando político del espacio: desmantela el antiguo National Space Council y concentra las competencias en la Oficina de Política Científica y Tecnológica de la Casa Blanca, reforzando el control directo del presidente sobre la hoja de ruta espacial.
Además, mezcla sin pudor programas civiles, comerciales y militares bajo un mismo paraguas estratégico, con un objetivo explícito: asegurar la “superioridad espacial americana” frente a China y Rusia.

Lo más revelador es el mensaje temporal: el calendario está diseñado para que el alunizaje de 2028 coincida con el último año completo de mandato de Trump y la base de 2030 sea el símbolo de su legado.
La carrera a la Luna ya no es solo una competición científica; es también política interna y marca personal.

Reactores nucleares en la Luna y en órbita

El elemento más polémico de la orden es la apuesta por la energía atómica. El documento exige que Estados Unidos despliegue reactores nucleares tanto en la superficie lunar como en órbita, incluyendo un reactor de superficie listo para su lanzamiento en 2030.

La Casa Blanca argumenta que, en un entorno donde las noches duran 14 días y el polvo lunar dificulta los paneles solares, la fusión y la fisión nuclear son la única forma realista de garantizar energía continua para bases, radares, sistemas de comunicaciones y, potencialmente, instalaciones industriales. NASA, por su parte, ya trabajaba en sistemas de fisión de unos 40 a 100 kilovatios para operar en la Luna a comienzos de los años 30, en colaboración con el Departamento de Energía.

Sin embargo, el movimiento se produce en el marco del Tratado del Espacio Exterior de 1967, que prohíbe de forma expresa desplegar armas nucleares o de destrucción masiva en órbita y en cuerpos celestes, pero permite el uso de reactores nucleares con fines pacíficos.
La línea entre “energía” y “militarización encubierta” es, por tanto, extremadamente fina: zonas de seguridad alrededor de un reactor pueden acabar funcionando como áreas de exclusión de facto, otorgando control territorial sin llamarlo así.

Lo más grave, a ojos de muchos expertos, es que normalizar reactores en la Luna puede desencadenar una carrera por “marcar” posiciones estratégicas —como los polos con reservas de hielo de agua— antes de que exista un marco internacional claro sobre explotación y gobernanza del satélite.

NASA recortada, sector privado acelerado

Mientras eleva la ambición política, la Casa Blanca aprieta el cinturón presupuestario de la agencia espacial. La misma orden llega en un contexto en el que la Administración plantea recortar en torno a un 25% el presupuesto de la NASA para 2026 y reducir su plantilla en un 20%, obligándola a depender aún más de contratistas privados para cumplir los objetivos lunares.

Lejos de ser un simple ajuste, el plan fija una meta explícita: atraer al menos 50.000 millones de dólares de inversión privada adicional en el sector espacial estadounidense hasta 2028, apoyando estaciones comerciales que sustituyan a la Estación Espacial Internacional y nuevas infraestructuras en órbita baja y cislunar.

“NASA pasará de ser propietaria de plataformas orbitales a ser un cliente ancla de estaciones privadas”, resume el propio texto.
Este hecho revela un cambio cultural profundo: el Estado deja de ser el gran operador en primera línea y pasa a subcontratar buena parte de la presencia americana en el espacio, con gigantes como SpaceX, Blue Origin o nuevos actores orbitales como potenciales vencedores.

La consecuencia económica es evidente: si el plan funciona, el corazón de la nueva economía espacial será EE. UU. y sus empresas, no la NASA. Pero también introduce un riesgo sistémico: la seguridad de infraestructuras críticas —incluida una base nuclear lunar— queda cada vez más en manos de unas pocas compañías privadas.

Supremacía militar y el paraguas del “Golden Dome”

La orden espacial no vive aislada: se inscribe en una estrategia más amplia de supremacía militar integral. El texto reitera el proyecto “Golden Dome”, un escudo de defensa aérea y antimisiles sobre Estados Unidos que incorpora capacidades en órbita, desde sensores hasta interceptores.

El espacio deja así de ser un mero “dominio habilitador” para convertirse en un teatro operativo en sí mismo. Satélites de alerta temprana, sistemas antisatélite, constelaciones de comunicaciones tácticas y vigilancia de órbita baja forman parte del mismo rompecabezas: garantizar que, en caso de conflicto, Washington pueda ver, comunicar y si es necesario neutralizar amenazas antes que cualquier otro actor.

En este contexto, una base lunar con energía nuclear estable no es solo un laboratorio de ciencia. Es una plataforma potencial para comunicaciones resistentes, observación de la Tierra desde nuevas geometrías y, en un futuro, incluso para apoyar capacidades de defensa más agresivas, aunque estas últimas chocarían de lleno con el espíritu —si no con la letra— del tratado espacial.

La consecuencia es clara: la frontera entre exploración pacífica y militarización por otros medios se difumina como no ocurría desde la Guerra Fría.

Un Pentágono de 901.000 millones como telón de fondo

En paralelo a la orden espacial, Trump ha firmado —casi a escondidas, sin ceremonia pública— la Ley de Autorización de Defensa Nacional para 2026, que eleva el gasto militar autorizado a 901.000 millones de dólares, 8.000 millones más de lo que la propia Casa Blanca había pedido inicialmente.

El texto incluye desde subidas salariales para las tropas del 3,8–4% hasta fondos específicos para Ucrania y los países bálticos, y consolida varios programas emblemáticos de la Administración, entre ellos el propio Golden Dome.

Paradójicamente, la ley también incorpora cláusulas que limitan el margen de maniobra del presidente: prohíbe reducir por debajo de ciertos niveles el contingente de tropas en Europa y Asia y ata parte del presupuesto a requisitos de transparencia del Pentágono, algo que el propio Trump ha calificado en privado como una intromisión del Congreso en sus prerrogativas de comandante en jefe.

El contraste es llamativo: mientras el presidente amplía su control sobre la política espacial mediante orden ejecutiva, el poder legislativo blinda por ley áreas del dispositivo militar convencional. La batalla sobre quién manda realmente en la seguridad estadounidense —la Casa Blanca o el Capitolio— se traslada ahora también al espacio.

Riesgos legales, ambientales y de carrera armamentística

La proyección de reactores nucleares al espacio abre un frente jurídico delicado. El Tratado del Espacio Exterior prohíbe armas nucleares, bases militares y maniobras bélicas en la Luna, pero no veta expresamente la energía nuclear con fines pacíficos.
Esa ambigüedad es el hueco que explota Washington… y previsiblemente también Moscú y Pekín.

Expertos en derecho espacial alertan de dos riesgos inmediatos. El primero, ambiental y de seguridad: el lanzamiento de reactores, su posible fallo en órbita o su impacto sobre el regolito lunar plantean preguntas aún no resueltas sobre responsabilidad y mitigación de daños. El segundo, geopolítico: los “corredores de seguridad” alrededor de instalaciones nucleares podrían convertirse en herramientas para reclamar control operativo sobre zonas ricas en recursos, como el agua helada.

Lo más preocupante es que otros actores ya han anunciado planes similares. Rusia y China estudian proyectos conjuntos de reactores lunares para mediados de la década de 2030, lo que apunta a una carrera encubierta por fijar normas de hecho antes de que la comunidad internacional acuerde nuevas reglas.
El riesgo es evidente: que el vacío normativo se llene con una lógica de “el primero que llega manda”, muy alejada del espíritu de uso pacífico y compartido que inspiró los tratados de los años sesenta.

China acelera y la carrera lunar se recalienta

La orden de Trump llega en un momento en que China ha fijado también el objetivo de una misión tripulada a la Luna hacia 2030, acompañada de planes para una base científico-industrial en el polo sur lunar en colaboración con Rusia.

Pekín ha invertido miles de millones en su programa Chang’e, ha demostrado capacidades de alunizaje y retorno de muestras y trabaja ya en sistemas de energía y comunicaciones cislunares. Para la dirigencia china, dominar el acceso a la Luna significa asegurar ventajas en minería espacial, navegación, comunicaciones cuánticas y prestigio global.

Este hecho revela que la nueva carrera espacial poco tiene que ver con la epopeya del Apolo. No se trata solo de plantar banderas y hacer fotos, sino de asegurar posiciones de poder económico y militar en el entorno próximo a la Tierra. La base lunar nuclear de Trump y los planes chinos de reactores propios son, en el fondo, dos movimientos simétricos en la misma partida.

El resultado probable es una multiplicación de proyectos paralelos, con cooperación limitada y mucha competición industrial: contratos multimillonarios, estándares tecnológicos rivales y una lucha silenciosa por controlar las “autopistas” de órbita y superficie que conectarán la Tierra, la Luna y, más adelante, Marte.

Qué está en juego para Europa y la economía global

Para Europa, esta nueva doctrina espacial plantea una cuestión incómoda: ¿quiere ser simple proveedor de componentes y socio menor de Artemis o aspira a tener voz propia en la gobernanza de la Luna y en las reglas sobre energía nuclear en el espacio? Hasta ahora, la ESA ha apostado por la colaboración con la NASA, pero no dispone ni de la escala presupuestaria ni del músculo industrial integrado que exhiben Estados Unidos y China.

Desde el punto de vista económico, el impacto potencial es gigantesco. Si el proyecto despega, la combinación de reactores lunares, estaciones comerciales privadas y contratos militares en órbita puede generar una nueva oleada de empresas “unicornios” espaciales, concentradas sobre todo en Estados Unidos. Europa corre el riesgo de quedar relegada a un papel de subcontratista de nicho o de mero regulador, mientras el valor añadido y la propiedad intelectual se concentran en otro lado del Atlántico.

El diagnóstico es inequívoco: la decisión de Trump de apostar por una base lunar nuclear para 2030, amparada por un presupuesto de defensa récord y una ofensiva para atraer decenas de miles de millones de dólares privados, acelera la transición hacia un espacio cada vez más militarizado, comercial y estratégico. La gran incógnita es si el resto del mundo —Europa incluida— será capaz de responder con algo más que declaraciones de preocupación antes de que la próxima huella humana en la Luna llegue acompañada de la sombra de un reactor.

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