Antiterrorista

EEUU bombardea a ISIS en Nigeria: el nuevo frente de Trump

La operación en Sokoto, coordinada con Abuja, reabre el debate sobre intervención, seguridad regional y el coste real de la guerra antiterrorista en África occidental.

Imagen del bombardeo en Nigeria, ilustrando la cooperación militar entre EEUU y Nigeria en la lucha contra el terrorismo<br>                        <br>                        <br>                        <br>
Bombardeo en Nigeria

Estados Unidos ha vuelto a proyectar fuerza fuera de sus teatros habituales y lo ha hecho en una fecha cargada de simbolismo: el 25 de diciembre de 2025. Donald Trump anunció “ataques perfectos” contra objetivos del Estado Islámico en el noroeste de Nigeria, en una operación ejecutada junto al Gobierno nigeriano para golpear a milicianos que —según el propio Trump— atacan a civiles, “principalmente cristianos”. Washington y Abuja lo venden como un golpe quirúrgico; sus críticos, como un paso más hacia una lógica de guerra permanente.

Ataques aéreos en Sokoto y cooperación militar EEUU-Nigeria | ARCHIVO

La fotografía estratégica es más amplia: la violencia en Nigeria mezcla insurgencia yihadista, bandolerismo, secuestros y tensiones comunitarias, y se ha extendido desde el noreste al noroeste con una capacidad de mutación que desgasta a un Ejército sobreestirado. La pregunta no es solo si el bombardeo mata combatientes. Es si cambia la ecuación.

Sokoto, el foco inesperado: de la periferia al objetivo prioritario

Sokoto no es Borno ni el epicentro clásico de Boko Haram. Que el golpe se produzca en el noroeste subraya cómo el mapa del terror en Nigeria se ha desplazado y diversificado. Allí conviven redes de bandidaje —alimentadas por el secuestro— con células y afiliados que orbitan alrededor de franquicias de ISIS en el Sahel. El resultado es un ecosistema criminal híbrido donde la frontera entre “insurgente” y “bandido” se diluye.

Esa mezcla complica cualquier estrategia: un bombardeo puede degradar un campamento, pero no elimina la economía del rescate, ni el control territorial informal, ni las alianzas locales. Es más, en un entorno con poblaciones dispersas y escaso Estado, el enemigo no siempre es un “grupo” identificable, sino una red que cambia de nombre, de bandera y de zona.

Nigeria lleva años en un ciclo de violencia persistente. En el noreste, la insurgencia acumula 15 años de conflicto. En el noroeste, los informes humanitarios han descrito picos de secuestros y asesinatos que convierten a la región en un problema de seguridad nacional. Sokoto, hoy, ya no es periférico: es una prueba de si el Estado puede volver a ser Estado.

Trump y el relato: “proteger cristianos” frente al marco nigeriano

Trump eligió un encuadre directo y emocional: persecución de cristianos y respuesta inmediata. Es un mensaje diseñado para consumo interno y para proyectar autoridad. “Habrá más”, advirtió su secretario de Defensa, Pete Hegseth, elevando la presión y dejando abierta la puerta a nuevas acciones coordinadas.

Sin embargo, Abuja se ha esforzado en matizar el enfoque religioso. Nigeria es un país profundamente diverso y sus autoridades insisten en que los grupos armados atacan también a musulmanes, y que el conflicto responde a dinámicas territoriales, económicas y de control social, además de la ideología. Esa divergencia no es menor: si se simplifica como “guerra religiosa”, se corre el riesgo de alimentar polarización y de convertir la seguridad en un plebiscito identitario.

“Actuar rápido y con determinación ante crímenes contra civiles inocentes”, es una frase eficaz en redes. Pero en el terreno, la solución rara vez es instantánea. El poder aéreo sirve para castigar, interrumpir y disuadir; no para gobernar aldeas, proteger carreteras o romper el negocio del secuestro. El riesgo de un relato excesivo es vender victoria donde solo hay una ventana táctica.

La cooperación con Abuja: inteligencia compartida, soberanía y dependencia

Washington subraya coordinación con el Gobierno nigeriano. Esa fórmula es clave: sin petición o colaboración, la operación rozaría un conflicto diplomático. Con ella, se presenta como apoyo a un socio que lo necesita. Pero la cooperación antiterrorista tiene un coste estratégico: cuando un Estado depende de capacidades externas —vigilancia, satélites, drones, precisión aérea— su soberanía operativa se estrecha.

Nigeria busca resultados y alivio. Estados Unidos busca influencia, capacidad de proyección y un mensaje global: puede golpear donde sea. En teoría, ambos ganan. En la práctica, la asimetría pesa. Si los ataques no se traducen en reducción de violencia, el coste político lo paga Abuja. Si la violencia se desplaza, el coste humanitario lo paga la población local. Y si la operación crea daños colaterales o agrava resentimientos, el caldo de cultivo para reclutamiento puede crecer.

El desafío es construir estabilidad “después del bombardeo”: control del territorio, presencia policial real, justicia, inversión y protección de rutas. Sin esa capa civil, la campaña se convierte en repetición: ataque, repliegue, reaparición. Y el enemigo aprende rápido.

Un país al límite: cifras que explican la magnitud del problema

Nigeria vive una crisis de seguridad multiforme. En el noreste, el conflicto vinculado a Boko Haram y sus escisiones ha sido descrito por organismos internacionales como una tragedia masiva: estimaciones de Naciones Unidas han llegado a situar el impacto total del conflicto en torno a casi 350.000 muertes hasta finales de 2020, entre directas e indirectas. En paralelo, el noroeste sufre una violencia distinta: banditismo, asaltos rurales y secuestros.

Los informes humanitarios han registrado picos recientes: 716 eventos de secuestro entre 2023 y 2025, con un máximo de 290 incidentes en 2024, concentrados en estados como Zamfara, Katsina y Kaduna. Es decir, además del yihadismo, existe una economía criminal que financia armas, compra lealtades y expande control territorial.

Y el mismo día del anuncio estadounidense, Nigeria registró otro recordatorio de su fragilidad: un ataque en una mezquita en el noreste dejó al menos 5 muertos y 35 heridos. Esa coincidencia ilustra la complejidad: no hay un solo frente, ni una sola víctima, ni una sola narrativa.

¿Golpe quirúrgico o escalada? El riesgo del “efecto rebote”

Los ataques aéreos pueden ser eficaces para desorganizar mandos, destruir depósitos y forzar dispersión. Pero su eficacia estratégica depende de lo que viene después. Sin presencia sostenida, los grupos se adaptan: cambian rutas, reducen concentraciones, se camuflan entre población o se desplazan a zonas con menor vigilancia. Es el manual de la insurgencia.

Aquí aparece el “efecto rebote”: si el golpe es percibido como intervención extranjera, puede reforzar la propaganda del enemigo. Si genera temor en comunidades locales, puede facilitar extorsión y reclutamiento. Y si el Estado nigeriano no ocupa el espacio liberado, la violencia retorna con otro nombre.

La clave es medir resultados con métricas reales, no con titulares: ¿bajan los secuestros en corredores críticos? ¿se reduce la capacidad de imponer “impuestos” clandestinos? ¿se reabren escuelas y mercados? ¿vuelven los desplazados? Sin esos indicadores, la operación corre el riesgo de convertirse en gesto político.

Lo más grave es que una cadena de “habrá más” puede empujar a una escalada sin estrategia de salida. Y en África occidental, donde el Sahel ya es un polvorín, una intervención mal calibrada puede contaminar fronteras, rutas migratorias y estabilidad regional.

Qué puede pasar ahora: tres escenarios tras el golpe en Sokoto

Primer escenario: campaña limitada y puntual. Estados Unidos apoya con inteligencia y golpes esporádicos, Nigeria lidera en tierra y el objetivo es degradar capacidades sin abrir un frente permanente. Es el camino más probable si Washington no quiere atascarse.

Segundo escenario: ampliación gradual. Si la violencia continúa —y el coste político para Trump sube— la presión para repetir ataques crecerá. Eso elevaría la dependencia de Abuja y podría tensar a vecinos si los grupos cruzan fronteras o buscan refugio en áreas de difícil control.

Tercer escenario: guerra de desgaste. Golpes repetidos sin solución integral. En ese caso, el conflicto se normaliza: la violencia se desplaza, el secuestro sigue financiando redes y el Estado se limita a gestionar crisis. Es el peor desenlace, porque convierte la seguridad en rutina y la tragedia en estadística.

La operación de Sokoto marca un punto de inflexión: Estados Unidos vuelve a intervenir de forma visible en África occidental. La pregunta decisiva no es cuántos milicianos murieron, sino si el golpe cambia el equilibrio… o solo inaugura el siguiente capítulo.

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