Trump tensiona con Venezuela: ¿una guerra inminente o solo palabras al viento?
Trump reabre el fantasma de una intervención en Venezuela
El pulso diplomático entre Estados Unidos y Venezuela ha entrado en una fase inédita en años.
Donald Trump, hoy en la Casa Blanca, ha admitido que una intervención militar en territorio venezolano “sigue siendo una opción”, aunque no esté sobre la mesa “de forma activa”. La frase, deliberadamente ambigua, ha sido suficiente para encender las alarmas en Caracas, en las cancillerías latinoamericanas y en las capitales europeas.
En paralelo, el mandatario ha insistido en que “Maduro sabe exactamente lo que quiero”, elevando el tono personalista del conflicto. El resultado es un escenario en el que la retórica, el petróleo y los equilibrios regionales se mezclan en un cóctel explosivo, con consecuencias que pueden desbordar muy rápido el marco de la diplomacia clásica.
Una amenaza que vuelve al primer plano
Durante años, la opción militar en Venezuela permaneció como un rumor recurrente, pero rara vez formulado de forma tan directa. Trump rompe ese tabú al afirmar que la guerra “no se discute, pero sigue sobre la mesa”, una formulación que combina desmentido y advertencia en la misma frase. La consecuencia es clara: el mensaje está pensado para llegar tanto a los despachos como a la calle.
En Caracas, el régimen de Nicolás Maduro utiliza estas declaraciones para reforzar el relato de “plaza sitiada”, apuntalando la cohesión interna y justificando mayores niveles de control político y militar. En Washington, el lenguaje de la fuerza funciona también hacia dentro: proyecta liderazgo, firmeza y capacidad de presión sobre un gobierno señalado como ilegítimo por buena parte de Occidente.
Lo más grave es que este doble juego comunicativo aumenta el riesgo de errores de cálculo. Cuando la amenaza de intervención deja de ser un mero rumor y pasa a formar parte del discurso oficial, aunque sea en clave condicional, los incentivos de ambos bandos para rearmarse, buscar aliados y endurecer posiciones se multiplican.
La ambigüedad calculada del mensaje
La frase de Trump no es improvisada. La ambigüedad forma parte de su estilo negociador: no cerrar ninguna puerta, pero tampoco comprometerse a cruzar ninguna. El “sigue siendo una opción” encaja en una larga serie de declaraciones donde el recurso a la fuerza aparece como carta final, aunque nunca se detallen condiciones ni líneas rojas.
Esta ambigüedad tiene efectos concretos. Por un lado, genera incertidumbre en los mercados energéticos, que observan cómo un país con más de 300.000 millones de barriles de reservas probadas de petróleo vuelve a colocarse bajo el foco de un posible conflicto abierto. Por otro, complica la labor de los mediadores regionales —Brasil, México, países caribeños—, que necesitan un mínimo de previsibilidad para recomponer puentes entre Washington y Caracas.
El mensaje dirigido a Maduro es igualmente calculado. Cuando Trump afirma que “Maduro sabe exactamente lo que quiero”, sugiere que existen exigencias concretas —elecciones, reformas, concesiones petroleras— discutidas en canales discretos. La amenaza de intervención actúa como recordatorio de que, si esos compromisos no avanzan, la Casa Blanca se reserva el derecho a subir la apuesta.
Petróleo, sanciones y poder regional
Más allá de la retórica, el conflicto se explica también por la aritmética del poder energético. Venezuela sigue siendo, pese al colapso económico, un actor petrolero de primera magnitud. Sus reservas superan ampliamente a las de Arabia Saudí, aunque su capacidad real de producción esté hoy por debajo de los 800.000 barriles diarios, muy lejos de los más de 2,5 millones que bombeaba hace poco más de una década.
Para Estados Unidos, Venezuela es al mismo tiempo una oportunidad estratégica y un problema político. Un eventual desbloqueo de exportaciones hacia refinerías del Golfo aliviaría tensiones de precios y permitiría reducir aún más la dependencia de crudo ruso e incluso de algunos socios de Oriente Medio. Pero ese giro exigiría concesiones internas de Maduro —en materia electoral, de derechos humanos o de reparto de ingresos— que la administración estadounidense no puede vender a su opinión pública como una simple transacción petrolera.
Las sanciones económicas, que ya han reducido en más de un 60% los ingresos externos del régimen respecto a los máximos de hace una década, se presentan como herramienta intermedia: lo bastante duras para presionar, pero aún lejos de la lógica de bloqueo total. La “opción militar” funciona aquí como techo último de esa escalada, un límite implícito que, una vez mencionado, redibuja el tablero de la negociación.
El tablero Caracas–Washington–Moscú–Pekín
Venezuela no es solo un problema bilateral. Es, desde hace años, un nodo en la competencia entre Estados Unidos, Rusia y China. Moscú y Pekín han prestado al país caribeño más de 50.000 millones de dólares en la última década, entre créditos, inversiones en petróleo y acuerdos de suministro, a cambio de influencia política, acceso a recursos y presencia en el “patio trasero” de Washington.
Una intervención directa de Estados Unidos, incluso acotada, enviaría un mensaje inequívoco: la región sigue siendo considerada una esfera de interés prioritario. Sin embargo, elevaría también el riesgo de choque indirecto con Rusia y China, que podrían responder reforzando su apoyo militar, financiero o diplomático a Caracas, incrementando las tensiones globales.
Este hecho revela hasta qué punto Venezuela se ha convertido en escenario de una guerra fría de baja intensidad. Cada movimiento —nuevas bases, acuerdos energéticos, maniobras militares— es leído en clave de influencia geopolítica. La mera mención de la guerra por parte de Trump obliga a Moscú y Pekín a recalcular sus apuestas, aunque ninguno de los tres actores parezca interesado, por ahora, en un enfrentamiento abierto.
Latinoamérica entre el miedo y la prudencia
En el resto de América Latina, la reacción es medida, pero preocupada. La memoria histórica pesa: intervenciones previas en la región, desde Centroamérica hasta el Caribe, dejaron cicatrices profundas y un fuerte rechazo social. Los gobiernos vecinos —Colombia, Brasil, las islas del Caribe— evitan pronunciamientos contundentes, conscientes de que cualquier alineamiento demasiado explícito puede tener costes internos.
Sin embargo, la opinión pública se mueve. La diáspora venezolana, que supera ya los 7 millones de personas, ha reconfigurado el mapa social y político de varios países de la región. Aumenta la presión para encontrar una salida que alivie la crisis humanitaria, pero pocos ven en la opción militar una solución sostenible. El temor a una ola adicional de refugiados, a un conflicto prolongado y a la extensión de la violencia al resto de la región actúa como freno.
El contraste resulta llamativo: mientras Washington eleva el tono, muchas capitales latinoamericanas apuestan por procesos de diálogo discretos, presionando para que cualquier cambio en Caracas llegue a través de elecciones pactadas o acuerdos graduales, y no de un choque frontal.
Costes económicos de una intervención abierta
Un escenario de intervención militar tendría un coste económico enorme, tanto para Venezuela como para Estados Unidos y la región. Sobre el terreno, el país caribeño arrastra ya una contracción acumulada superior al 70% de su PIB desde 2013, una inflación todavía de tres cifras anuales y un sistema sanitario colapsado. Un conflicto abierto podría destruir lo poco que queda de infraestructura crítica —refinerías, puertos, redes eléctricas— y retrasar durante años cualquier intento de recuperación.
Para Estados Unidos, una operación de envergadura media, con entre 30.000 y 50.000 efectivos desplegados de forma sostenida, se traduciría en decenas de miles de millones de dólares anuales en costes directos, sin contar el impacto reputacional y el riesgo de quedar atrapado en un conflicto de difícil salida. La experiencia de Irak y Afganistán pesa en el cálculo del Pentágono y en el Congreso.
Los mercados, por su parte, ya descuentan que cualquier movimiento brusco en Venezuela se traduciría en mayor volatilidad del crudo y en un repunte de las primas de riesgo en toda la región. El resultado sería una combinación peligrosa: países con menos margen fiscal afrontando, al mismo tiempo, subidas de tipos globales y mayor percepción de riesgo geopolítico.
¿Tiene margen la diplomacia?
Pese a la dureza de las palabras, la diplomacia no está agotada. Siguen activos canales de diálogo indirecto, en los que participan países europeos, mediadores latinoamericanos y organismos internacionales. La apuesta pasa por combinar alivios graduales de sanciones con compromisos verificables en materia electoral, liberación de presos políticos y garantías para la oposición.
El problema es el déficit de confianza. Caracas ve en cada exigencia un intento de desestabilizar al régimen; Washington sospecha que cualquier concesión será utilizada por Maduro para ganar tiempo. Entre ambos, la población venezolana asume el coste diario de un bloqueo económico y político del que no controla los tiempos ni los términos.
La mención abierta a la guerra complica esta ecuación. Cuando la opción militar entra en el debate público, las posiciones tienden a polarizarse: los sectores más duros en ambos bandos se fortalecen, mientras los defensores de soluciones negociadas pierden margen. El reto de la diplomacia consistirá en transformar esa amenaza en un incentivo para acelerar compromisos, más que en una profecía autocumplida.
Tres escenarios para los próximos meses
A partir de este punto, se dibujan al menos tres escenarios plausibles. El primero, y más deseable, es el de una escalada controlada: Washington mantiene la retórica de presión, pero refuerza la vía de sanciones selectivas y de negociación indirecta, evitando pasos irreversibles. El segundo es el de una crisis aguda sin intervención directa, con incidentes en frontera, amenazas de bloqueo naval o maniobras militares que aumenten la tensión sin llegar a cruzar la línea roja.
El tercero, más extremo, implicaría acciones militares puntuales —por ejemplo, sobre infraestructuras estratégicas o posiciones concretas— que podrían desencadenar una respuesta desproporcionada del régimen o de sus aliados, empujando a ambos países a un conflicto de alcance incierto. Es el escenario que hoy muchos consideran improbable, pero que se vuelve menos impensable cuando la palabra “guerra” entra en el repertorio del presidente estadounidense.
El diagnóstico, en cualquier caso, es inequívoco: cada nueva declaración aumenta el coste de retroceder sin perder credibilidad. Por eso, lo que Trump diga —o deje de decir— sobre Venezuela en las próximas semanas contará tanto como los movimientos de tropas o las nuevas rondas de sanciones.

